Introducción

Desde hace algunas décadas la temática ambiental se instaló en la agenda pública en una amplia variedad de perspectivas que deja en evidencia la incuestionable crisis ecológica que atraviesa nuestro planeta. A su vez, los conflictos ambientales en nuestra región se han multiplicado y representan un foco de disputa política, ya que ponen en tensión formas en que se producen, distribuyen y gestionan recursos de una comunidad en situaciones donde no solo se ponen en juego impactos ambientales, sino también dimensiones políticas, económicas, sociales y culturales. Además, al ser disputas localizadas, también se tornan conflictos territoriales (Merlinsky, 2013). Particularmente los conflictos ecológicos distributivos se refieren a patrones sociales y espaciales que median el acceso a los bienes naturales y los servicios proporcionados por el ambiente como un sistema de soporte de la vida (Martínez Alier, 2004).

Gran parte de esta crisis ha develado que las consecuencias del auge del desarrollo han sido brutales para el medio ambiente, y en esa dirección se advirtió que el sistema económico de crecimiento ilimitado era incompatible con el equilibrio ecológico del planeta. En las intersecciones de estas tensiones y disputas afloró el debate sobre la sustentabilidad o sostenibilidad11 como alternativa posible. Su importancia y su centralidad en el debate hicieron de esta noción una disputa en sí misma, como señalaremos, se encuentra en tensión por las retóricas dominantes, pero también se hace visible desde campos como el de la ecología política, que apela a la justicia ambiental y a los ecologismos populares.

Nos proponemos abordar ese debate a partir de analizar cómo las prácticas históricas campesinas configuran su hábitat bajo una mirada equilibrada con el ambiente y la naturaleza, que prioriza la reproducción de la vida. Consideramos que ese habitar histórico puede ser equiparable a un tipo de ecologismo popular, que se ve deslegitimado y amenazado por el sistema productivo extractivista y por políticas públicas que contienen modelos de planificación del territorio configurados a partir de un patrón de saber y poder urbanocéntrico.

Metodológicamente, trabajamos con experiencias de hábitats campesinos donde desarrollamos diferentes líneas de investigación12, sobre todo vinculadas a la recuperación de saberes tecnológicos que permitan dar respuestas contemporáneas a las problemáticas de su habitar. Este trabajo implicó una aproximación cualitativa y de investigación-acción, sostenida también en el estudio de casos considerando las distintas facetas de la experiencia y del trabajo de campo (Flyvberg, 2006). En dichos procesos adoptamos técnicas de recuperación de información a partir de la observación participante y, además, del análisis de documentos primarios y el contenido de discursos como son el caso “Plan de Desarrollo del Noroeste Cordobés” y la “Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible” de las Naciones Unidas.

Espacio, territorio y hábitat: entre lo rural y lo campesino

Para aproximarnos a las nociones de territorio y hábitat nos resulta necesario poner de relieve la dimensión espacial; en ese sentido recuperamos el llamado giro espacial (Porto-Gonçalves, 2017), que se genera entre los años 60 y 70 de la mano de Foucault (1976) y Lefebvre (1976, 2013), principalmente. Dos claves pueden reconocerse en este giro: por un lado la ruptura con la lógica del espacio como algo dado; es decir, naturalizado como contenedor de actividades, desvinculando la relación forma-contenido, y, por otro lado, la superación de la dicotomía espacio-tiempo que establecía una relación jerárquica donde el espacio era subsumido por el tiempo (Vanoli, 2019). A partir de este giro surge la propuesta de comprender el espacio bajo una relación multidireccional con las relaciones sociales; como señala Lefebvre (2013), las relaciones sociales se proyectan e inscriben en el espacio a la vez que lo producen. En otras palabras, nos referimos a una perspectiva de producción del espacio que comprende tanto el territorio como el hábitat.

Siguiendo a Mançano Fernandes (2005) , el territorio se compone a partir de determinada forma de relación social que lo produce y lo sostiene, una forma específica de producción de espacio con sus límites, fronteras y conflictividades. Es decir, “las relaciones sociales, por su diversidad, crean varios tipos de territorios, que son continuos en áreas extensas y/o son discontinuos en puntos y redes, formados por diferentes escalas y dimensiones” (p. 277).

En esa dirección, Haesbaert (2013) propone revisar las dicotomías que han escindido el territorio de aspectos vinculados a la temporalidad, el movimiento, el flujo y lo simbólico, para resituarlo en un sentido vincular a relaciones de poder. El autor señala que el territorio es:

producto del movimiento combinado de desterritorialización y de reterritorialización, es decir, de las relaciones de poder construidas en y con el espacio, considerando el espacio como un constituyente, y no como algo que se pueda separar de las relaciones sociales (Haesbaert, 2013, p. 26 ).

En este sentido, espacio y territorio comparten una aproximación epistemológica que los sitúa como conceptos que se co-constituyen desde lo relacional, dejando atrás sus sentidos exclusivamente materiales, funcionales, de soporte o exteriores a las relaciones sociales y de poder. El proceso de desterritorialización y de reterritorialización muchas veces se encuentra en el centro de la pugna por el espacio, ya que el uso racional y eficiente que pretenden los procesos de acumulación de capital genera procesos de desterritorialización al despojar los valores territoriales, pero a la vez quienes habitan y disputan los sentidos de esos espacios generan nuevos procesos de reterritorialización.

Siguiendo con la ruralidad, los debates dentro del campo de los estudios sociales agrarios postulan

la existencia de unos modos específicos de vida en la ruralidad posibles de ser agrupados bajo la nominación de campesinado, que en principio se diferenciarían y serían contestatarias de otras formas de lo rural, principalmente de las empresariales (Martínez Coenda, 2019, p. 35 ).

En este sentido, la territorialidad rural también se encuentra en disputa; si bien podríamos hablar de un territorio campesino para señalar un modo particular de producción de ese espacio, preferimos introducir la noción de hábitat campesino para señalar de manera más precisa las relaciones que nos interesa analizar. Más específicamente, encontramos que las relaciones de poder ponen en tensión la producción del espacio entre lógicas capitalistas que mercantilizan el territorio promoviendo la eficiencia y la utilidad, en contraposición a modos que promueven la reproducción de la vida campesina. Es decir, el hábitat campesino promueve un tipo de producción de territorio rural con prácticas históricas basadas en la lógica del “cuidado de la vida” (Pérez Orozco, 2006), mientras que desde las lógicas de acumulación la apropiación territorial molar del espacio arrasa y despoja dicho hábitat.

En consecuencia, podemos señalar que la noción de hábitat nos permite revisar las prácticas cotidianas de quienes producen ese territorio. Dicho hábitat se compone de un sistema de espacios por los cuales se transita la vida, como proceso de flujos y movimientos que impugna la relación dicotómica entre espacio y tiempo. Sin embargo, suele identificarse la noción de hábitat con la de vivienda, ya que su definición tendió a una reducción moderno/occidental del espacio “casa”, que enfatiza el lugar por el cual transitamos o situamos gran parte del tiempo de nuestra vida. Podemos decir que el hábitat involucra lo doméstico, pero no se reduce a él; a su vez hay tantos espacios domésticos como culturas diferentes, lo cual obliga a situar el hábitat en esas particularidades. Las costumbres y los modos de vida de los pueblos, los cambios históricos y sociales, las innovaciones técnicas y la situación de la economía de una región, son todos factores que orientan la configuración y la transformación del hábitat (Mandrini, Cejas y Bazán, 2018, p.84-85 ). Lo cual implica comprender esta noción en “un marco de respeto de los rasgos culturales y simbólicos de cada comunidad y de la preservación del ambiente, según las particularidades del medio urbano y del rural” (CELS, 2017, p. 8).

Las categorías geográficas territorio y hábitat comparten cualidades que le son propias al espacio: se componen por múltiples escalas y dimensiones, a la vez que están atravesadas por relaciones de poder que disputan su producción y sus sentidos. La singularidad del habitar en relación con los modos de vida campesinos se compone de una relación espacio-tiempo que escapa de la concepción moderna. La función doméstica se diluye en la función productiva de escala familiar, con patrones muy distantes de las naturalizadas formas del habitar urbano. Sin embargo, los territorios rurales y el hábitat campesino, a la luz de las políticas públicas y los modelos de planificación del territorio, han sido configurados a partir de un patrón de saber y poder urbanocéntrico y productivista que deslegitima modos de habitar históricos.

Ecología política: la sustentabilidad desde el ecologismo popular

Desde los marcos epistémicos de la ecología política entendemos que es necesaria una “deconstrucción de los conceptos teóricos e ideológicos que han soportado y legitimado las acciones y procesos generadores de los conflictos ambientales”; en ese sentido, pensar la sustentabilidad implica indagar en prácticas y campos teóricos que permitan politizar los conceptos. De esa manera, “biodiversidad, territorio, autonomía, autogestión, están reconfigurando sus significados en el campo conflictivo de las estrategias de reapropiación de la naturaleza” (Leff, 2003, p.12 ), lo que permite una aproximación crítica a territorios apropiados por el sistema productivo extractivista e intervenidos por políticas públicas de discurso modernizador sobre las ruralidades13. Además, se trata de un campo de estudio central en la construcción de alternativas sustentables donde las “acciones del ecologismo popular o de los movimientos de justicia ambiental (...) son más eficaces para conseguir (...) una economía menos insostenible y más ecológica que los esfuerzos del ambientalismo de la eco-eficiencia o del conservacionismo internacional” (Martínez Alier, 2015, p. 71 ).

Uno de los ejes que visibiliza este campo se refiere al concepto de distribución ecológica, que refleja la carga desigual de los costos ambientales producto de las denominadas externalidades del modelo de desarrollo14. Sus consecuencias afectan el ambiente, la salud y la producción; es decir, al hábitat campesino en su conjunto. Recurrentemente, la perspectiva de la sustentabilidad oculta este problema de distribución bajo discursos aparentemente favorables para el cuidado del ambiente. De allí que este marco conceptual incorpora la ecología política como campo de estudio que aborda los conflictos ambientales haciendo énfasis “en el estudio de las relaciones de poder, configuradas históricamente como mediadoras de las relaciones sociedad/naturaleza” (Alimonda, 2016, p. 37 ).

En ese sentido, desde hace algunas décadas las relaciones de poder están volviendo tensos los debates sobre la sustentabilidad, los cuales suponen comprensiones diferentes del mundo. Entendemos que la sustentabilidad se ancla en el esfuerzo de no transgredir

los límites biogeoquímicos del planeta, en relaciones comerciales cada vez menos desiguales, en la valoración de la naturaleza desde una diversidad e inconmensurabilidad de valores, en el diálogo social, y en la participación y construcción social de los territorios (Martínez Alier, 2015, p. 71 ).

Estas características comprenden dimensiones políticas que apuntan hacia el debate del desarrollo. En este trabajo no vamos a profundizar sobre dicho eje, pero resulta necesario señalar que la noción de desarrollo sustentable ha puesto en crisis la posibilidad de un crecimiento económico exponencial e ilimitado. Sin embargo, ese esquema continúa promoviendo una economía basada en el progreso, tácito en el concepto de desarrollo y que pone en tensión el sentido de la sustentabilidad15.

Esta amplitud del debate en torno a la sustentabilidad y el desarrollo involucra un amplio abanico de prácticas que se enuncian desde la preocupación por la conservación del ambiente, pero comprenden diferencias epistemológicas que suponen distintas alternativas políticas, económicas y sociales. Por lo tanto, es necesario ir más allá del rótulo desarrollo sustentable para indagar en cada caso cómo se “desempeñan los límites ecológicos, las formas de valoración (ética), las concepciones sobre la apropiación y uso de los recursos naturales (economía), el papel de la ciencia y la tecnología, o los modos de debatir y tomar decisiones (política)” (Gudynas, 2010, p. 46 ). Colocando en el horizonte la necesidad de asegurar la supervivencia de ecosistemas más allá de su capitalización, supone desarticular la idea del crecimiento económico como motor del desarrollo con acento en la calidad de vida (Gudynas, 2010)16. En síntesis, no hay sustentabilidad en miradas deterministas, sino se establecen “límites de posibilidad ambiental y social bajo las cuales se pueden ensayar diferentes estilos de desarrollo, con distintos énfasis en el consumo, y en el ordenamiento económico”; en consecuencia, “la apuesta a la sustentabilidad (...) implica seguir estrategias por las cuales la pobreza se reduce y la opulencia se limita” (Gudynas, 2010, p. 54), teniendo en cuenta la apropiación de bienes naturales y los costos ambientales.

Este debate sobre la sustentabilidad y el desarrollo también ha entrado de lleno dentro de los discursos dominantes a escala mundial, sobre todo el encabezado por la Organización de las Naciones Unidas. La Agenda 203017 (Naciones Unidas, 2018, p. 5) propone “una visión transformadora hacia la sostenibilidad económica, social y ambiental de los 193 Estados Miembros que la suscribieron”, y de esta manera conforma una referencia de trabajo institucional para los próximos años. Es decir, plantea un desarrollo sostenible de carácter integral, a partir de comprender la inviabilidad del sistema productivo actual, al declarar que ya no es viable continuar con los mismos patrones de producción, energía y consumo “lo que hace necesario transformar el paradigma de desarrollo dominante en uno que nos lleve por la vía del desarrollo sostenible, inclusivo y con visión de largo plazo” (Naciones Unidas, 2018, p. 7).

Dicha Agenda presenta diversos objetivos para el desarrollo sostenible (ODS), y propone acciones como: asegurar la sostenibilidad de los sistemas de producción de alimentos, contribuir al mantenimiento de los ecosistemas, promover la construcción y el reacondicionamiento edilicio con materiales locales, garantizar modalidades de consumo y producción sostenibles, promover la reducción de la utilización de recursos, la degradación y la contaminación durante todo el ciclo de vida de los materiales constructivos (Naciones Unidas, 2018).

Estos debates son una pequeña aproximación a la temática de la sustentabilidad, y lo expuesto nos permite señalar tensiones de una discusión actual que atraviesa el territorio en estudio. Nos interesa destacar que es posible encontrar una estrecha vinculación entre las prácticas campesinas del caso de estudio y los ODS números 2, 11, 12 y 15 de la Agenda, que más adelante analizamos. Y, sobre todo, nos interesa recuperar la propuesta de la ecología política de pensar una sustentabilidad a partir de prácticas existentes entendidas como ecologismos populares. Más allá del profuso debate que se nos abre a partir de la crisis ecológica actual y las transformaciones urgentes que nuestra relación con el planeta requiere, también es posible recuperar, a partir de las prácticas históricas de quienes habitan los territorios rurales, formas sustentables de relación con el ambiente y la naturaleza.

Caso de estudio y análisis

La mirada política del progreso sobre el territorio rural

La estructura agraria de la provincia de Córdoba, Argentina, muestra dos características: el centro y el sureste, que forman parte de la región pampeana y contiene al desarrollo capitalista centrado en la producción de granos, y el noroeste (región extrapampeana), con predominio de monte boscoso, base para el desarrollo de producción campesina (Hocsman, 2014). El hábitat campesino del noroeste se caracteriza por núcleos aislados que distan varios kilómetros entre sí, y cada uno se articula de varias unidades domésticas que incluyen el trabajo y la producción, así como espacios para la organización colectiva. En paralelo, el modelo productivo extractivista se apropia esta región y la despoja. El avance de la frontera agrícola

sobre territorios ubicados en la zona extrapampeana, tradicionalmente utilizados para explotación forestal y producción familiar de pequeña escala, se basó en el uso de semillas de soya transgénicas adaptadas a suelos de menor productividad relativa (Hocsman, 2014, p. 35 ).

Este modelo avanza con el aval del gobierno provincial como trofeo de progreso18. El Plan de Desarrollo del Noroeste Cordobés (PDNC) es una propuesta de gestión provincial19 en el territorio rural, implementada a partir del año 2000. El territorio que abarca el PDNC está compuesto por parajes de todo el arco noroeste y noreste de la provincia de Córdoba. Los casos del hábitat campesino a que hacemos referencia involucran algunos de esos parajes de la región pertenecientes a diversos departamentos: Pocho, San Javier, San Alberto y Tulumba.

El Plan contiene diversas acciones relacionadas con el hábitat: caminos, salud, vivienda, electrificación y agua, destinadas a atender las necesidades básicas de este sector de la población de escasos recursos. Es decir, el PDNC impulsa el mejoramiento de las condiciones del hábitat mediante la puesta en marcha de un programa de “discurso modernizador sobre las ruralidades y territorios campesinos desde una idea de progreso, dignidad y sanidad” (Sesma et al., 2019, p. 255 ). A pesar de que promueve un mejoramiento del hábitat campesino de forma integral, podemos observar un elemento recurrente en el discurso y la argumentación de este programa estatal, centrado en enfrentar un problema endémico, como la enfermedad de Chagas20, a partir de la eliminación de la vivienda campesina, y reduciendo gran parte del problema de la proliferación del insecto transmisor al modo constructivo vernáculo, idea que se encuentra desarrollada en los apartados siguientes del análisis. En muchos aspectos, el Plan supone procesos de desterritorialización (Haesbaert, 2013), al despojar los valores con que al hábitat campesino produce su territorio. Ante todo esto, consideramos necesario revisar perspectivas alternativas para abordar esta problemática.

La otra mirada: el hábitat campesino

Las características señaladas sobre el hábitat campesino constituyen la síntesis de una compleja e histórica forma de vida arraigada en el territorio; como indicamos anteriormente, compone una forma específica de producción de espacio que, además lo mantiene vigente (Mançano Fernandes, 2005). Ante ello, nos preguntamos si resulta posible que ese habitar, aun siendo deslegitimado por las políticas habitacionales mencionadas, sea capaz de componer formas de sustentabilidad vinculadas a un ecologismo popular. Para abordar esta pregunta, identificamos tres prácticas que consideramos propias e históricas del hábitat campesino y que cuidan la naturaleza. Nos interesa señalar estas en particular, puesto que contienen rasgos reconocibles en discursos dominantes sobre sustentabilidad a escala mundial y, paradójicamente, son negados para este territorio rural por la política provincial que pretende desarrollar la región.

Producción de pequeña escala

Como señalamos, los núcleos de viviendas están compuestos por varias familias y también contienen espacios de trabajo y producción. Quienes allí habitan se sostienen económicamente mediante diversas actividades productivas agroganaderas (producción caprina, derivados lácteos de dicha producción, arropes, dulces, frutos y yuyos del monte) de pequeña escala, suficientes para su subsistencia y para incorporarse a pequeñas redes de comercialización informal. Como señala Gudynas (2010) , es un tipo de economía que permite estrategias para evadir la pobreza, a la vez que la meta no se encuentra en la opulencia; es decir, rompe con la lógica exclusiva del crecimiento económico y hace hincapié en sostener una calidad de vida.

Este tipo de economía implica un uso regulado de la escasa agua disponible en la región y la rotación de siembras según lo disponible en cada época del año. Incluso los límites del espacio no reproducen el esquema convencional de la propiedad privada. Ejemplo de esto es el pastoreo del ganado, que recorre espacios de campo abierto (campos vecinos) y permite el crecimiento regulado de los pastos y el cuidado del suelo. Encontramos en estos procesos una relación con la naturaleza basada en el cuidado y con el propósito de sostener a largo plazo su economía. En ese mismo sentido, se realiza la elaboración de productos derivados de yuyos y frutos del monte, que van desde productos medicinales hasta productos comestibles. En general no se realizan siembras individuales con estas especies, sino se practica una recolección en el monte abierto, respetando este bien natural y asegurando períodos de cosecha anuales.

Podemos comprender estas prácticas como semejantes a teorías que se promueven a escala mundial; por ejemplo, la permacultura constituye un sistema proyectado sostenible, e integra armónicamente la construcción material con el paisaje, a la vez que promueve la conservación de los bienes naturales, apuntando al diseño de hábitats humanos sustentables y sistemas agriculturales que imitan las relaciones encontradas en los patrones de la naturaleza (Mollinson y Holmgren, 1978). Estas formas de producción, que el modelo agrícola actual depreda y las políticas públicas pretenden modernizar, son equivalentes de las propuestas de los objetivos de las Naciones Unidas para el desarrollo sostenible en la Agenda 2030, mencionados anteriormente21.

Imagen 1 Producción pecuaria correspondiente a una familia integrante de la asociación campesina Nuestras Granjas Unidas, en Cura Brochero, Córdoba, Argentina (2018)
 Fuente: Fotografía de autoría propia.

Estas formas económicas territoriales se encuentran cada vez más amenazadas por el avance de la frontera agrícola y el esquema extractivista que consolida un uso eficientista del territorio; es decir, provocan los mencionados procesos de desterritorialización que despojan los valores territoriales preexistentes (Haesbaert, 2013). En consecuencia, generan un acceso desigual a bienes naturales como el agua y la tierra: aparecen nuevos límites físicos para el pastoreo del ganado (se construyen alambrados eléctricos que impiden al animal recorrer los campos libremente, al mismo tiempo que las pasturas se ven modificadas por la degradación del suelo producto de la agricultura intensiva), se producen desmontes de árboles nativos (a partir del cual comienzan a escasear frutos de monte y plantas nativas, acervo medicinal ancestral), se generan nuevos problemas sanitarios por el uso masivo de agrotóxicos, etcétera.

A pesar de que estas formas de producir en los territorios rurales dialogan estrechamente con los modos de sustentabilidad propuestos en el discurso dominante mundial, siguen siendo formas de producción amenazadas y prácticas deslegitimadas por la política provincial.

Materiales, diseño y formas de construcción

La autoconstrucción forma parte de las prácticas históricas de los grupos familiares campesinos. Mediante esta modalidad se ponen en juego lazos familiares y comunales, conocimientos técnicos consolidados por la práctica cotidiana a través de la enseñanza inter-generacional y el aprovechamiento de recursos locales. Los grupos familiares emplean, de esta forma, una tecnología constructiva que les es propia, que se desprende de sus posibilidades físicas y que se funda integralmente en su conocimiento, así como sucede con otras actividades: la construcción colectiva campesina constituye una metodología también utilizada para otras actividades, tales como faena, cosecha, huerta, etcétera:

el trabajo de construcción de la casa no se constituyó históricamente en el campesinado como un trabajo especializado, sino como un trabajo vulgar, transmitido y conocido por todos, así como la producción de la manteca o de la harina para el consumo propio de la familia (Lenzi, 2017, p. 106 ).

La arquitectura de sus viviendas originales se ha caracterizado por el empleo de sistemas estructurales independientes, construidos con columnas y vigas de madera locales. Cerramientos laterales materializados principalmente con muros de quincha y adobe, empleando materiales disponibles en la zona (diversos tipos de plantas que proveen ramas, maderas, cañas, así como también piedras y distintos tipos de suelos); otros provenientes de su propia producción (cueros, grasas y pinturas), y en el último tiempo se ha incorporado algunos materiales industriales (chapas, puertas y ventanas metálicas, vidrios, etcétera) procurando adaptarlos a las necesidades particulares.

En cuanto al diseño arquitectónico, también existen muchas similitudes con lo que se promueve como diseño bioclimático. A partir de la utilización de sus saberes ambientales, las familias presentan una plena conciencia del comportamiento del entorno natural en cuanto a ubicar sus construcciones. Esta práctica arroja como resultado todo tipo de acciones que tienden a utilizar los recursos naturales a favor de los espacios construidos, como, por ejemplo espacios de galería o enramada, que aportan sombra donde se desarrolla gran parte de las actividades cotidianas colectivas, debido a las elevadas temperaturas en la región a lo largo del año. Otras acciones se centran en la ejecución de muros aislantes o acumuladores de calor, techos sombra, ventilación cruzada, etc. A partir de estas acciones se logran edificaciones de bajo consumo de energía en toda su vida útil, lo que reduce los consumos por climatización para lograr un confort interior estable, ya que las características de los materiales empleados presentan la capacidad de regular la humedad ambiental, situación que impacta directamente en la economía y en la calidad de vida familiar. Esto también es recomendado por la Agenda 2030: el ODS 11 promueve la sostenibilidad a partir de la construcción con materiales locales y el uso eficiente de recursos (Naciones Unidas, 2018).

En esa línea, las técnicas constructivas conocidas como arquitectura y construcción con tierra (Rotondaro, 2012; Sosa y Latina, 2018) utilizan materiales que no han pasado por procesos industriales en gran porcentaje, con lo que colaboran con el cuidado del ambiente, la salud de las personas y los ecosistemas. Las Naciones Unidas, a fines del siglo pasado, estimaban que cerca de un tercio de la población mundial vivía en un hábitat construido total o parcialmente con tierra. A pesar de la diversidad de requerimientos, fue el aprovechamiento de sus propiedades físicas y térmicas, su inmediata disponibilidad y su facilidad de trabajo con herramientas manuales, lo que permitió el desarrollo y la transmisión de distintas técnicas constructivas (Sosa y Latina, 2018).

La promoción de la arquitectura y la construcción con tierra por parte del Estado se ha venido implementando en casos aislados en los últimos años. En contraposición, el Plan de Sustitución de Viviendas Precarias y Erradicación del Mal de Chagas, inscripto en el PDNC, implica la construcción de viviendas nuevas, que a veces coexisten con otras edificaciones autóctonas, mientras que otras son sustituidas. Las viviendas nuevas responden a lógicas de la vivienda urbana y presentan limitaciones al ser transferidas al entorno campesino, tanto en el confort climático interior como en la mayoría de los aspectos señalados en este análisis.

A pesar de que existen ejemplos diversos de promoción de estos modos de materializar el hábitat, encontramos en el caso del noroeste cordobés una oportunidad para preguntarnos: ¿por qué la misma forma constructiva puede ser silenciada desde algunas ideas políticas y promovida por otras?, ¿en qué sentido esos modos de construcción campesinos dialogan con los discursos sustentables globales? Consideramos que la utilización de materiales locales, disponibles en el entorno para la edificación de sus viviendas y espacios productivos atiende a la idea de materiales de bajo impacto ambiental que esos mismos discursos promueven, evitando un gasto excesivo en su transporte, al tiempo que se evita la generación de residuos de obra, al tratarse de materiales biodegradables en un gran porcentaje.

Imagen 2 Vivienda original de adobe a la derecha en convivencia con vivienda del PDNC hacia el fondo Grupo Agua Viva, en La Patria, Córdoba, Argentina, (2018)
 Fuente: Fotografía de autoría propia.

Mixtura de funciones

El diseño funcional de las viviendas vernáculas emerge, indefectiblemente, de las necesidades de cada familia. Este diseño contiene una lógica que habilita la progresiva expansión de la vivienda. La distribución espacial de la vivienda en cuestión usualmente empieza por un núcleo pequeño de lugar social (comedor), uno privado (dormitorio) y uno de servicio (cocina, baño, o ambos); luego se van incorporando otros espacios según el crecimiento de cada familia. En la mayoría de los casos, el espacio de encuentro social se encuentra contiguo a una galería o enramada, donde se realizan actividades sociales y colectivas, en un espacio de transición entre el adentro y el afuera, generalmente desdibujad en el territorio rural, ya que la mayor parte del tiempo se habita el exterior. Por ejemplo, uno de los espacios centrales es el fogón, al exterior de la vivienda, donde se desarrollan las actividades domésticas vinculadas a la cocina y a las actividades productivas, como la elaboración de quesos y dulce de leche de cabra, pasteurización de leche de cabra y cocina de cueros de animales.

Este tipo de diseño reúne usos y funciones correspondientes a varios grupos familiares que articulan no solo lo doméstico, sino también lo productivo y lo comunitario (espacios abiertos de esparcimiento y organización colectiva). Es decir, algunas prácticas productivas se realizan colectivamente; esto se ve reflejado en el espacio por la organización de los lugares colectivos de producción, que se encuentran distribuidos en terrenos de diferentes integrantes de la comunidad, y que conviven con las propias prácticas domésticas del propietario o la propietaria. Es decir, la actividad económica productiva transcurre en el mismo espacio que la doméstica, en sus viviendas y peridomicilio.

Este tipo de integralidad funcional se promueve en la actualidad por lógicas urbanas que implican acciones sostenibles a partir del diseño de vivienda agrupada, la realización de huertas comunitarias urbanas que promueven la agricultura en la ciudad, la reducción de distancias de movilidad a partir de la cercanía entre lugar de residencia y de trabajo, todas medidas de mitigación a los problemas ambientales23. Como complemento a la idea de reducir la movilidad entre lugares de residencia y trabajo, se considera que, en el momento en que una sociedad se hace tributaria del transporte para sus desplazamientos cotidianos, se pone de manifiesto la contradicción entre justicia social y energía motorizada. La dependencia en relación con el motor, niega a una colectividad precisamente aquellos valores que se considerarían implícitos en el mejoramiento de la circulación (Illich, 1985). En la misma línea, la permacultura también realiza sus aportes, por proponer que el desplazamiento de materiales, personas y otros seres vivos debe ser lo menor posible en cualquier sistema, para ahorrar energía y tiempo. Esto representa una nueva idea para la modernidad de la comodidad y el poder que derivan del incremento de la movilidad y de la velocidad de traslados.

Bajo una mirada crítica, consideramos que las viviendas del PDNC carecen de un diseño funcional apropiado y presentan una falta de interpretación de los modos de vida campesinos, de las costumbres y formas de vida históricas. Esto se ve reflejado en un producto arquitectónico de vivienda urbana que no considera las funciones reales anteriormente analizadas. Se puede observar en la falta de lugares adecuados para la producción económica familiar y la ausencia de elementos simbólicos como el fogón dentro del diseño integral: la introducción de cocinas modernas, cuando la práctica de cocinar históricamente se ha realizado en el espacio exterior. Todos estos elementos de diseño, sumados a la elección de materiales diferentes de los originales, constituyen partes de una lógica urbanocéntrica distante de la identidad cultural precedente.

Imagen 3 Huerta comunitaria de la asociación campesina “Los Algarrobos” en Tulumba, provincia de Córdoba, Argentina, 2020
 Fuente: Fotografía de autoría propia.

Conclusiones

En los casos del noroeste cordobés analizados resulta posible reconocer formas recíprocas de relación entre el habitar, el ambiente y la naturaleza, vinculadas al modo de vida campesino histórico y vigente en esta región que, en narrativas actuales, se señalan como elementos vinculados a la sustentabilidad, tales como el predominio de uso de materiales locales en la construcción, las huertas comunitarias, la mixtura de funciones en un mismo lugar, los espacios de producción próximos a los espacios residenciales, el uso de energía renovable, etc. Todos ellos son fácilmente reconocibles en las tradiciones del hábitat campesino, aunque no sean enunciados como sustentables. En ese sentido, en este trabajo pretendemos dar cuenta de que en estos territorios rurales existen factores que impactan en la desarticulación de las formas de vidas preexistentes.

La principal política pública que interviene en esta región es el Plan de Desarrollo del Noroeste Cordobés que, desde una lógica urbanocentrista, plantea un mejoramiento de las condiciones habitacionales y erradica la vivienda vernácula. Al mismo tiempo, la construcción de la vivienda nueva pone en marcha el circuito económico de la construcción con materiales industriales que implican mayores impactos ambientales. A partir de la erradicación de la vivienda original, también queda oculta gran parte de las prácticas campesinas que eran capaces de subrayar su modo de relación histórico con el ambiente y la naturaleza.

Por otro lado, desde hace décadas que el vaciamiento y la deslegitimación del habitar campesino se vienen intensificando por el sistema productivo extractivista que continúa expandiendo sus fronteras hacia territorios que antes eran considerados improductivos por el capital. Las características geográficas y ambientales de esta región no eran óptimas para el modelo agrícola intensivo; sin embargo en la actualidad, el avance de la tecnología ha transformado esta situación y está permitiendo la expansión del modelo con el aval del gobierno provincial. Esto puede observarse, por ejemplo, con las extensiones de las redes eléctricas en la región, que posibilitan la incorporación de empresas agrícolas para la producción de leguminosas a gran escala, mientras que a escasos kilómetros los sectores campesinos no cuentan con ese servicio. También con la ejecución de círculos de riego para nuevas producciones agrícolas, que genera un consumo de agua excesivo en una zona donde su escasez es un grave problema; a su vez, la producción incorpora nuevas semillas modificadas genéticamente para aumentar su rendimiento. Este modelo incorpora a la región nuevos problemas sanitarios, además del acaparamiento de tierras y la apropiación de bienes naturales, que agravan la situación ambiental y dejan atrás todo posible debate sobre las nuevas (o viejas) narrativas de la sustentabilidad.

El término sustentabilidad se transforma en un sentido en disputa, pero compartimos con Gudynas (2010) que, más allá de cómo enunciemos las prácticas, el valor reside en cómo cada situación resuelve los límites ecológicos, las formas de valoración, las concepciones sobre apropiación y uso de los bienes naturales, la importancia de la ciencia y la tecnología, o los modos de debatir y tomar decisiones priorizando la vida y no el crecimiento económico infinito. En ese sentido, consideramos que el hábitat campesino demuestra su capacidad para disputar el sentido de la sustentabilidad desde sus modos de hacer y de producir históricos.

Por ello consideramos que la ecología política puede ser una opción para repensar la idea de sustentabilidad en el ámbito rural, y aportar a la transición hacia políticas públicas de carácter local apropiadas a los modos de habitar campesinos, tanto históricos como actuales, donde el ambiente es parte constitutiva. Además, este trabajo contribuye al estudio de las relaciones de poder que median con el ambiente; como señalamos, la Agenda 2030 fomenta el desarrollo y la divulgación de tecnologías ambientalmente racionales, y la colaboración local entre ciencia, tecnología e innovación. En el caso de la implementación de las políticas provinciales, como la del PDNC, se encuentran limitaciones para generar un diálogo entre el sector político, la comunidad y el sector científico-tecnológico. Estos vínculos colaborativos entre sectores diversos podrían plantear respuestas superadoras en la línea de la sustentabilidad integral, abarcando elementos de lo social, lo económico, lo ambiental, lo ético y lo político. Principalmente, un horizonte de alternativas sustentables exige recuperar las acciones del ecologismo popular, aquí expresadas en las prácticas históricas del habitar campesino.