Introducción
Al grito de “¡A ver, mi gente, ya se la saben!” nos despojamos de lo poco o mucho
que traemos de valor mientras transitamos por algunos lugares, sea a bordo de transporte
público o privado, sea a pie. Este grito cada vez más cotidiano en la periferia oriente
de la Ciudad de México, no solo por escucharse en distintos medios de comunicación
de circulación nacional, sino también porque cada vez somos más personas quienes lo
hemos escuchado, a voz en cuello de quien trata de intimidarnos.
Esas ocho palabras se han convertido en algo tan cotidiano que, al retumbar en nuestros
oídos, sabemos qué hacer, pero ¿por qué lo hacemos? La respuesta inmediata sería evitar
un rostro amoratado, y habría que añadir que con el tiempo nos hemos visto obligados
a saber-hacerlo. Al parecer, hemos armado un conjunto de pasos a seguir, como si en
algún momento se dieran cursos formales sobre cómo reaccionar a esas ocho palabras
y, sin embargo, no los hay.
A lo largo de este artículo mostraré que, al conocer el significado de aquella oración
imperativa, la cual no se circunscribe al despojo solamente, nos vemos obligados a
construir saberes que nos permitan transitar contextos de inseguridad. En otras palabras,
saber moverse en contextos de inseguridad urbana implica que construyamos, consciente
o inconscientemente, prácticas estratégicas que nos permitan evitar el robo o, por
lo menos, salir lo menos desvalijados posible.
Como se verá más adelante, estos saberes vinculados a la movilidad en estos contextos
de inseguridad son conocidos y practicados por las personas que circulan en clave
multimodal por el espacio público porque la inseguridad no es algo que esté flotando
en el aire, sino un conjunto de experiencias acumuladas que se consolidan en conocimientos
corporizados, interconectados y en movimiento, los cuales se transmiten y se modifican
en la cotidianidad.
En este sentido, la pregunta que guía el presente artículo consiste en distinguir
¿cuáles son y cómo construimos los saberes que nos permiten movernos en contextos
de inseguridad? En este marco, ofrecer algunas respuestas se convierte en el objetivo
principal del artículo. Como adelanto habrá que distinguir, por un lado, los saberes
previamente construidos y socializados y, por otro, los que se adquieren a partir
de experiencias propias, con los cuales renovamos los conocimientos vinculados a la
movilidad y a la inseguridad y contribuimos con el entramado cotidiano de la movilidad.
Para conseguir el objetivo, este trabajo se propone la siguiente ruta.
La primera sección describe los principales ejes teóricos que sostienen este artículo.
El segundo apartado desarrolla tanto los elementos metodológicos utilizados para la
investigación como el contexto de inseguridad ejemplificado con el municipio de Ecatepec
de Morelos, en el estado de México. La tercera parte consiste en mostrar los distintos
tipos de saberes que, articulados en la práctica, permiten transitar los contextos
de inseguridad. Por último, cierro con un conjunto de reflexiones que, más allá de
ser concluyentes, son la antesala de futuras cavilaciones.
Construir saberes de movilidad: un acercamiento desde las prácticas sociales
Desde la teoría de las prácticas sociales, las formas de adquirir conocimiento derivan
de la relación entre procesos de socialización de un doble proceso relacionado con
lo aprendido a partir de la socialización y a partir de las experiencias propias de
los agentes sociales (Schatzki, 2002). Con estos esquemas a cuestas es posible dividir y jerarquizar el entorno, convirtiéndose
en los filtros de nuestro hacer cotidiano. De manera que, con el conocimiento previo
y lo experiencial, asignamos un sentido o significado a nuestras acciones y, en general,
a las situaciones que se construyen con estos elementos (Bourdieu, 2007; Bourdieu, 2007). Ello incluye, claro está, las formas en que transitamos a través de los múltiples
territorios.
Sin embargo, es preciso recordar que dicha socialización no se desarrolla de manera
lineal o vinculada a un campo social específico, sino todo lo contrario. En tanto
personas complejas, nos movemos en múltiples campos sociales, aumentando los saberes;
es decir, el conocimiento es multisituacional y emerge desde la práctica misma (Lahire 2004).
Siguiendo con la propuesta pragmatista, los saberes aprendidos a través de la socialización
no son estáticos ni inmutables, dado que, a partir de las experiencias propias, lo
previamente aprendido cambia, lo ya conocido es modificado y la experiencia se sitúa
como elemento transformador de los esquemas con que se vive el mundo. En otras palabras,
con el cúmulo de experiencias se habita el mundo y se transforma (Schatzki, 2002). De manera que saber moverse a través de contextos de inseguridad implica su enseñanza
y la experimentación del desplazamiento. Es un cúmulo de saberes incorporados y desplegados
en el acto de moverse o transitar por los territorios.
Así, al asumir la movilidad como una práctica, es imposible reducirla a un simple
desplazamiento limitado al transporte: no es así. Para moverse, particularmente en
espacios urbanos, se requiere conocimientos sobre los horarios y los espacios, interactuar
con otros transeúntes y, en general, reconocer el paisaje del viaje.
Conocer estos detalles se traduce en lo que algunos autores llaman la capacidad de
movimiento (Kaufmann et al., 2004), a partir de los recursos y habilidades con que cuentan las personas durante el
trayecto, y que en ocasiones entran en tensión con toda la simbología y los recursos
materiales incrustados en el entorno. En este sentido, saber desplazarse implica la
apropiación de los lugares de desplazamiento (Jirón et al., 2013).
Con este proceso de (re)construir saberes, los agentes móviles muestran no solo su
capacidad de ir de un lugar a otro, en términos geográficos, sino también de hilvanar
situaciones armónicas, tensas y, en ocasiones, contradictorias. En este marco, podríamos
afirmar que saber moverse a través de contextos de inseguridad va desde permanecer
seguro en casa hasta circular por calles o avenidas, usar medios de transporte, encontrarse
con el otro o diferenciar espacios (in)seguros.
Para el caso de los textos de inseguridad, esto no es la excepción, y para las personas
que transitan todos los días a través de ellos la inseguridad es algo que se vive
cotidianamente a partir de los procesos de socialización y expresado diferencialmente
en coordenadas espacio-temporales específicas.
Sin embargo, más allá de vivir la cotidianidad pensando en ello, sencillamente se
vive, se habitan estos espacios, como han sugerido otros autores (Delumeau, 2013). Dicho así, pareciera que la inseguridad solo es un elemento difuminado; es decir,
sin rostros particulares y sin lugares claramente definibles. Por momentos existe
la impresión de que la inseguridad está en todos lados, y esto nos imposibilita para
aprehenderla o identificarla (Reguillo, 2008). No obstante, la inseguridad puede materializarse en cualquier persona o lugar,
pero un elemento propuesto por la literatura es que son las coordenadas espacio-temporales
las que ayudarán a tener mayor claridad sobre dónde y cómo se ancla la inseguridad
(Lindón, 2020; Reguillo, 2008).
Para los efectos analíticos de este artículo, es importante destacar la articulación
de elementos como los procesos de interacción, la construcción del otro y la construcción
de espacios (in)seguros, pues a partir de este engranaje es posible destacar las formas
en que las personas se desplazan con mayor seguridad y, al mismo tiempo, se revela
que el contexto de inseguridad aglutina elementos físicos y simbólicos que lo hacen
más parecido a una atmósfera que parece cubrirlo todo, en especial los recorridos.
Desde esta perspectiva, abordar la relación entre movilidad e inseguridad adquiere
mayor relevancia y pertinencia si pretendemos salir de posturas que anclan la inseguridad
a través de estigmas a personas y territorios, principalmente a sectores populares
o comunidades desfavorecidas.
Al respecto, una vasta literatura ha señalado la estigmatización hacia sectores populares
por parte de las llamadas clases altas y medias (Ortega Granados, 2017; Capron, 2016; Giglia, 2014); con este tipo de señalamientos estigmatizantes no solo se clasifica a las personas,
sino también los lugares que habitan (Kessler, 2012; Reguillo, 2008).
Sin embargo, para enfatizar la relación entre movilidad y seguridad, algunos autores
expresan que una forma de entender la relación entre movimiento y peligro es partir
de las múltiples subjetividades producidas a partir de dicha relación (Lobo-Guerrero y Kuntz, 2017). Ahora bien, si tomamos la inseguridad como punto de partida, podemos observar las
funciones que cumplen los distintos agentes sociales, sus lugares de tránsito, sus
tácticas y rutinas, las formas de interactuar con el otro y, finalmente, las prácticas
estratégicas desplegadas (Guittet, 2017).
En este sentido, conviene reiterarlo, los saberes vinculados al movimiento en contextos
de inseguridad no son estáticos ni tienen código de origen. Sencillamente, para transitar
contextos de inseguridad es necesario saber hacerlo.
Movilidad e inseguridad: una mirada desde lo experimental
Para ser coherente con la visión pragmatista anunciada desde el inicio del artículo,
la etnografía se convirtió en una forma de aproximación; había que ser parte de la
comunidad, estar cerca de sus haceres cotidianos. Es decir, no como mero observador,
sino como un habitante más, como un practicante del lugar: había que estar ahí, cerca
y dentro del lugar (Magnani, 2002).
Este posicionamiento respecto del trabajo de campo trajo consigo algunos contratiempos
durante el proceso. El primero de ellos consistió en que habitar estas colonias no
me era del todo ajeno: he vivido en colonias populares a lo largo de mi vida -Colonia
Guerrero de la alcaldía Cuauhtémoc y barrio San Miguel en la alcaldía Iztapalapa;-
por ello, pocas cosas me parecían extrañas. Silbidos, formas de hablar, caminar o
de vestir eran tan familiares que me impedían ver más allá de los límites anclados
en el lugar. Como diría Clyde Kluckhohn (1984), “difícilmente podría ser un pez el que descubriera la existencia del agua” (p. 21),
y en un principio yo nadaba con cierta soltura. Sin embargo, con la constante ejecución
de recorridos erráticos (Berenstein, 2012), las barreras fueron más claras. Siguiendo con la metáfora de Kluckhohn, el pez
comenzó a extrañarse de las formas del agua, de sus tonalidades y de la profundidad
con que podía nadar. Intentar dar cuenta de ello fue inevitable no acompañarlo de
mi trayectoria de vida. Esta investigación, retomando a Christine Pirinoli (2004), se había convertido en un trabajo de campo donde la neutralidad no tenía cabida,
y no podía hacerse de otra manera.
Así, en el contexto en el cual el yo formaba parte del trabajo de campo, recurrí a
la antropología experimental, la cual apuesta por mezclar la escritura etnográfica
y la literaria (Simon y Bibeau, 2016), con el propósito de acortar las distancias entre uno mismo y el otro, lo que se
convierte en una especie de experiencia colectiva, de sensibilidad grupal.
Por lo tanto, situar este artículo desde lo experimental implica desdibujar, a través
de la escritura, las barreras entre lo subjetivo y lo objetivo, y con ello alejarse
de delimitaciones narrativas. Esta propuesta va de la mano con la idea de repensar
la forma de escribir etnografías (Geertz, 1997). En síntesis, implica otra forma de
escribir y articular las experiencias, las experiencias no como algo aislado, sino
como parte de una colectividad. Una vez aclarado esto, es momento de situar dónde
realicé trabajo de campo.
Habían pasado más de diez años y la violencia y la inseguridad parecían recorrer distintos
caminos, unas veces aquí y otras allá, solo aparecía sin esperarla. Su presencia no
se limitaba a un solo lugar; si pensamos en el mapa de México, con un conjunto de
luces prendiéndose y apagándose donde la violencia y la inseguridad se manifestaban,
los focos nos recordarían una serie navideña. El foco podía encender tanto en la frontera
norte de México, donde ciudades como Tijuana y Ciudad Juárez se convertían en escenarios
cruentos, como en Michoacán o Guadalajara.
Más allá de estos escenarios donde la violencia vinculada al tráfico de drogas era
estridente y total, derivando en desplazamientos forzados, las luces se fueron encendiendo
en Ecatepec de Morelos,1 uno de los 125 municipios del estado de México y el más grande de la Zona Metropolitana
del Valle de México. Su enormidad, por su extensión territorial, 186.9 km2, o por sus más de 1.7 millones de habitantes, dejó entrever sus cualidades: popular,
permeado por una atmósfera de inseguridad que parecía cubrirlo todo, y con un intenso
dinamismo en términos de movilidad.
Al recorrer sus calles, uno puede darse cuenta del tipo de suelo predominantemente
urbano, casi el 60%, y el resto del territorio con la categoría de no urbanizable,
considerado como área natural protegida, particularmente la sierra de Guadalupe. Este
factor da cuenta de los pocos espacios dedicados a la agricultura. Entre el suelo
urbano ocupado, el uso predominante en Ecatepec de Morelos es de tipo habitacional,
cuyo porcentaje, a partir de sus más de 14,000 hectáreas, es del 43.13 (PDM, 2016).
El uso de suelo del municipio es bastante heterogéneo, pues va desde el habitacional
hasta el protegido, el industrial y el de conservación patrimonial. Esta complejidad
en el uso del suelo deriva de los procesos a través de su historia. De acuerdo con
algunos autores (Bassols, 1984, 1985; Bassols y Espinosa, 2011), los últimos 50 años de Ecatepec de Morelos han sido de cambios vertiginosos en
términos espaciales, debido a su intensa relación con el anteriormente llamado Distrito
Federal, ahora Ciudad de México, la cual derivó en un fuerte proceso de expansión
urbana, la cual no fue simultánea con el abastecimiento de servicios básicos como
agua y luz, o de infraestructura urbana.
Además de los servicios básicos, la presencia del transporte público va entre lo masivo
y el de baja escala; sus precios van desde cinco pesos el masivo hasta los diez pesos
cada viaje. Sin embargo, las personas que viven en Ecatepec de Morelos ocupan al menos
dos transportes para llegar a su destino. En este sentido, se convierte en un gasto
económico elevado para las familias donde más de dos integrantes deben salir de casa
para trabajar o estudiar.
A este escenario habría que añadir la inseguridad cotidiana, derivada de diversas
formas de violencia. De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (2017), las distintas violencias aumentaron, y delitos cometidos con regularidad se articularon
con delitos principalmente vinculados al narcotráfico. Por ejemplo, el año 2014 fue
el de más enfrentamientos entre organizaciones criminales, que atrajeron los reflectores
al municipio; en general, en el estado de México las luces se encendieron.
Asimismo, la violencia urbana se hizo notar, y el robo común adquirió un matiz particular,
ya que de 1997 a 2016 mantuvo cifras elevadas; sin embargo, a partir de la clasificación
del mencionado Secretariado, luego de esos años hubo una variación fundamental: los
delitos se ejecutaban con mayor violencia. En los años recientes, la violencia no
solo ocurría en espacios públicos, sino también, poco a poco, tomó protagonismo en
el transporte público, principalmente en los de baja escala, como minibuses, microbuses,
etcétera (Ortega Granados, 2019).
Con esta complejidad en el municipio, sus habitantes se mueven, sin importar los altos
costos en el sistema de transporte, el poco alumbrado público en sus calles o la articulación
de múltiples violencias; con estos elementos, más allá de vaciarse las calles, las
personas continúan ocupando el espacio público: es necesario saber moverse en contextos
de inseguridad.
Hacia una (des) articulación de saberes
Cuando inicié el trabajo de campo, algunos de mis recorridos los comencé desde muy
temprano. Mientras el día aclaraba, la luz del sol sustituía la poca luminosidad del
alumbrado público. Como sucede en gran parte del municipio de Ecatepec de Morelos,
Sagitarios 1ª sección es una colonia cuyo alumbrado público es precario. En este transitar
de luz, poco a poco aumenta el número de personas que sale de casa. Hombres y mujeres
por igual circulando por las calles de la colonia. A la mayoría se los ve con el cabello
humedecido y con ropa formal, aspecto y vestimenta que hace suponer que debían llegar
bien acicalados a su destino. Los más jóvenes portan morrales o mochilas, presumiblemente
para ir a la escuela. Más tarde, las mujeres acompañadas de niños uniformados se convertían
en mayoría con uniformes escolares, ellas con la mochila al hombro evitaban a los
infantes inclinar el cuerpo hacia delante por el peso de los cuadernos y libros escolares.
Con esta gama de personas como parte del paisaje, saltó a la vista una joven de aproximadamente
25 años detenida sobre la banqueta, que miraba su celular mientras esperaba el transporte
que habría de llevarla a su destino. Vestía pantalón y saco tipo sastre; en el brazo
derecho, a la altura del codo, sostenía una bolsa de mano, mientras su mano izquierda
sostenía un celular de grandes proporciones y con una funda color azul. Su atención
se dividía entre la espera de la combi y la información que tenía en su dispositivo
móvil. Luego de volverse al lado izquierdo y no ver la combi circular en el horizonte,
continuó esperando con la mirada fija en su teléfono.
Cercano a ella, un ciclista rodaba por la avenida por la que habría de llegar su transporte.
Era un muchacho de veinte años aproximadamente. Vestía un pantalón de mezclilla negro
ceñido al cuerpo, camiseta blanca y una gorra deslavada también negra. Dirigió y aceleró
su pedaleo hacia la joven que esperaba. Sobre la marcha, con la mano izquierda sostuvo
el manubrio de la bicicleta y con la derecha arrebató el celular a la muchacha. Sorprendida,
ella dio un paso atrás y giró hacia la derecha como si solo le quedara resguardar
su bolso. Intentó gritar, solo salió algo más parecido a un suspiro atrabancado, y
con el bolso bien agarrado únicamente miró cómo aquel muchacho se perdía en el paisaje
grisáceo llevándose su teléfono. Todo fue muy rápido. Intentó dar un segundo respiro
cuando se percató de que el pesero se acercaba. Miró el reloj, soltó un nuevo suspiro,
más profundo que el anterior. Hizo la parada al transporte. ¡Súbele, amiga, todavía
hay lugares! Recién terminaba esta frase y sin más soltó la segunda, al mismo tiempo
que se alejaba de la puerta para que ella entrará, ¡Qué bonita amiga, pero por qué
tan enojada! Ella no dijo nada, solo arrugó el entrecejo, extendió el brazo para pagar
al conductor y buscó el asiento más cercano.
Esta experiencia se la conté a la pareja que me hospedó mientras hice el trabajo de
campo. De inmediato culparon a la muchacha por no estar atenta a lo que pasaba a su
alrededor y por tener un celular que llamara la atención. ¿Qué debía hacer?, pregunté.
Respondieron que debió esperar el transporte junto a otras personas que también estuvieran
esperándolo; no mostrar sus pertenencias de alto valor económico; tener a la mano
solo el dinero justo que va a utilizar durante el viaje, para no mostrar la cartera
o el monedero, pues no se sabe quién estará junto a uno; en fin, tenía que estar alerta.
Con otras palabras: “ponerse chingón”, “andar trucha” o “echar ojo”. Distintos informantes
apuntaron hacia lo mismo; es decir, saber moverse en contextos de inseguridad debía
involucrar poseer información sobre lo que está pasando y lo que podría pasar, un
saber que, nutrido de información a diferentes escalas, desde lo sabido por los medios
de comunicación, en la colonia y en el hogar hasta por la experiencia propia, nos
enseña a trazar rutas, a andar ciertos caminos y a esquivar a ciertas personas. En
el siguiente apartado, comenzaré con la mirada más amplia para cerrar con la mirada
experiencial de dos habitantes del sur de Ecatepec.
“Ya no veo noticias”
A finales de 2013, la inseguridad, derivada de la violencia tuvo un nuevo lugar de
residencia mediática: Ecatepec de Morelos. En medios de comunicación, impresos y digitales,
Ecatepec de Morelos tuvo presencia diaria con al menos un hecho violento perpetrado
en sus límites geográficos. Poco a poco, esta presencia aumentó y en menos de un mes
este municipio se convirtió en el más violento e inseguro del país, opacando a ciudades
mexicanas del norte y centro-occidente. En cierta medida, cumplían su función con
el manejo informativo de la violencia. Si, como mero ejercicio, ampliamos la mirada
a escala sudamericana, nos daríamos cuenta de la responsabilidad de los medios de
difusión, sobre todo de la forma como maneja la información relacionada con la violencia.
Tomemos como ejemplo el caso de Argentina, país donde los medios marcan las agendas
de seguridad de zonas específicas y, al hacerlo, contribuyen a la estigmatización
negativa del lugar y de sus habitantes (Kessler, 2012).
Una mañana, gracias a la difusión informativa de la violencia, Ecatepec despertó siendo
violento e inseguro. De tal manera, que aquellas noticias que informaban sobre otros
lugares perdieron el sentido de lejanía en veinticuatro horas para situarse en el
municipio. Para algunos esto pasó inadvertido, mientras que otros se sintieron confrontados;
en cierta media, esa información se convirtió en una invitación a mirar a los otros,
a los vecinos. La inseguridad ya no pareció lejana; al contrario, aunque invisible
o amorfa, poco a poco cobraba forma frente a los propios ojos.
La violencia siempre ha estado en Ecatepec, pero los medios son lo que han hecho que
el municipio sea inseguro. Ellos te lo hacen saber, te lo llevan hasta tu casa. Una
nota mala la publican y sale en todos lados. Son los medios quienes dan publicidad
a la violencia y hacen la inseguridad. Cuando estuvo muy fuerte en Michoacán, las
noticias te decían todo, después fue Guerrero luego Tijuana y así se fueron por otros
lados hasta llegar aquí. No es que Ecatepec se haya vuelto más o menos seguro de un
día para otro, sino que los medios ahora te lo hacen saber (Javier,2 33 años, excomandante de policía municipal, bachillerato completo, casado).
La forma en que las noticias penetran en la cotidianidad de las personas, impactando
en la construcción de su subjetividad, aumenta cuando distintos medios hacen presencia,
a partir de televisión, de rotativos que se venden en las esquinas, y a través de
teléfonos inteligentes. Frente a esta exposición constante a noticias sobre asaltos,
secuestros, asesinatos, etc., algunos habitantes han optado por no darles demasiada
importancia o por alejarse de este tipo de noticias.
Este es el caso de Julia, quien dejó de leer periódicos, evitó los noticieros de la
televisión, e hizo lo propio con la radio. Sin embargo, en uno de nuestros recorridos
hacia el mercado cruzamos con el puesto de periódicos. Nos acercamos a él; en primer
plano, un periódico local atrajo la mirada de Julia: Express de Ecatepec. En la portada,
la fotografía principal mostraba a un hombre semidesnudo acompañaba el siguiente titular:
“En Ciudad Azteca, por resistirse a un asalto lo balearon”. En la esquina inferior
izquierda de la misma portada, el cuerpo de una joven con el rostro amoratado, con
el subtítulo: “No andaba muerta, andaba de parranda. Joven apareció luego de 5 días”.
Estas portadas motivaron una expresión de malestar en el rostro de Julia, de 70 años,
pero no dijo nada, solo se alejó con la calma que la caracterizaba. Más tarde comentamos
este momento:
Por eso no veo noticias, porque uno queda con el susto. A mis hijas les digo que se
cuiden porque se las llevan y hasta las dejan muertas. ¿Y qué necesidad hay de eso?
Antes no pasaba que nos dijeran una vulgaridad, pero no se veía como ahora que uno
ve el periódico como hace rato y sí está feo. ¿Cuántas personas están pasando por
eso? Y se ve también en la televisión y en radio y antes no me daba miedo, pero ahora
sí porque ya está pasando aquí en Ecatepec (Julia, 70 años, primaria completa, excosturera,
viuda).
Conocer este tipo de noticias hace que Amalia sienta que la inseguridad está cerca,
tan cerca que recae sobre cuerpos como los de sus hijas. De ahí su resistencia a conocer
noticias. En este sentido, su principal temor radica en que sus hijas se conviertan
en la siguiente noticia.
Más allá de los encuentros con las noticias que conforman la atmosfera de la inseguridad
en Ecatepec de Morelos, también conviene destacar la distribución de la información
en las portadas de los rotativos; regresando al ejemplo de Julia, la fotografía y
el encabezado principal correspondían a un hombre asaltado, mientras que la mujer
con evidentes marcas de golpes en el rostro ocupaba un espacio pequeño de la portada
y añadía que estaba desaparecida porque estaba de fiesta. El hombre regresó del trabajo
y fue asaltado, mientras la mujer regresó golpeada luego de cinco días por estar en
una actividad de ocio.
Frente a esto, surgen varias preguntas sobre la importancia de los medios de difusión
en la construcción de saberes vinculados a la movilidad en contextos de inseguridad
y la forma de categorizar las noticias distinguiendo el acto delictivo importante
versus el que no lo es. A pesar de que en el municipio en varias ocasiones se ha activado
la Alerta de género, el papel protagónico lo ocupan los asaltos. En otras palabras,
en las narrativas de violencia del municipio y varios lugares de México se valora
cuál delito es el que merece el papel protagónico en los noticieros, lo cual impacta
en los saberes transmitidos de una generación a otra.
En el caso de Javiera, la exposición a información vinculada a la violencia genera
una tensión para sí misma y para la formación que le gustaría brindar a su hija. A
Javiera siempre le ha gustado salir de casa, no necesariamente para realizar recorridos
largos, pero, con la inseguridad de la colonia, ha valorado quedarse en casa. Esto
viene acompañado de un segundo aspecto, cómo enseñar a su hija de nueve años a moverse
por las calles del municipio y más allá de límites de Ecatepec donde la violencia
hacia las mujeres se ha hecho más evidente.
Yo no creo que antes fuera diferente. Siempre ha habido robo de niños, de casas y
han matado gente. Siempre ha pasado y se ha librado todos los días, en esta ciudad
y acá en Ecatepec es algo que hacemos diario. Pero actualmente, después de que miro
noticias me siento invadida de miedo. Miedo principalmente por mi hija, a veces no
la dejo salir a jugar o a la tienda y cuando lo hago me pongo nerviosa. En ocasiones
la dejo ir sola y luego sin que se dé cuenta yo voy atrás de ella. No sé si sea una
madre paranoica o porque veo muchas noticias nacionales o las dos. (Javiera, 29 años,
bachillerato completo, artesana, unión libre).
Para Javiera, alejarse de los medios es más difícil, pues no basta con apagarlos.
A menudo, circulan automóviles con altavoces vendiendo panfletos que informan sobre
lo que acontece en la colonia y en sus alrededores. Los conductores, evocando a los
juglares, circulan parsimoniosos con las malas nuevas y esperan a que los vecinos
se acerquen a comprar sus periódicos.
De una forma o de otra, los medios de divulgación, sean electrónicos o impresos, sean
los neojuglares, forman parte de la construcción y difusión de lo que acontece en
el municipio. En cada rincón de las calles de las colonias, las noticias se difunden
y contribuyen a la construcción del contexto de inseguridad en el sur de Ecatepec,
y se colocan como un elemento que contribuye a los saberes de la movilidad.
“Todos platicaban de asaltos”
Si bien la imagen construida desde los medios se convierte en una mirada homogénea
y totalizadora y casi siempre estigmatizante, cuando se mira desde una escala; es
decir, desde la colonia, la inseguridad abandona su imagen amorfa o fantasmal para
materializarse en cuerpos y espacios. Si bien los señalamientos prejuiciosos continúan
operando, también es cierto que el estigma se matiza principalmente por las situaciones
específicas.
En este punto, es importante señalar que toda esta información no solo contribuye
a la emergencia de un saber vinculado a la geografía del municipio o de la colonia,
pues también favorece la conexión de vínculos entre los colonos. Siguiendo con Norbert Elias y John Scotson (2016), la conversación interna de la comunidad adquiere diferentes funciones sociales.
Principalmente, el chisme, como lo nombran estos autores, informa a la comunidad sobre
lo que acontece entre sus integrantes, describiendo acciones, nombres de personas,
lugares y horarios que, en su conjunto, derivan en elogios o recriminaciones de algún
integrante.
En las colonias donde realicé trabajo de campo -San Agustín 3ª sección y Sagitarios
1ª sección-, este tipo de información fue crucial para conocer la colonia y situarme
en ella. Estos diálogos en su interior permiten identificar a los vecinos nuevos,
sus horarios de salida o llegada a casa, si caminan o viajan en transporte, si son
visitados, el aspecto de los visitantes, etc. En general, la información que circula
entre los colonos les permite saber si alguno de los vecinos es de confianza o no;
este fue el caso de Jimena.
Desde su llegada a San Agustín 3ª sección, en 1987, Jimena estuvo encargada del hogar
y no pasó mucho tiempo para que ella y su familia construyeran lazos de amistad con
los vecinos más cercanos. Con el paso del tiempo, algunos de ellos mudaron su domicilio
y dieron paso a que nuevos vecinos llegaran. El desconocimiento entre viejos y nuevos
colonos entreabrió una puerta hasta entonces poco conocida para ella: se encontraron
con el extraño, que para ella y su familia representaba un riesgo.
Por todos lados platicaban de asaltos. Lo primero que supe fue que se habían metido
a una casa y habían sacado una bicicleta y ahí todavía no sentía nada. Pero ya cuando
me llegó el rumor de que mi vecino de acá junto era ratero fue cuando empezamos a
cerrar las puertas con llave. Y más porque mi esposo y mis hijos trabajaban y me quedaba
sola. Desde ahí empezamos cerrar (Jimena, 65 años, secundaria incompleta, hogar, casada).
Con el tiempo los rumores sobre sus vecinos aumentaron. En uno de nuestros recorridos,
una mujer le preguntó: “¿Y cómo te va con tus vecinos, ya se calmaron?” Jimena negó
de inmediato y añadió: “No, y ahora ya se traen una peste [olor a marihuana] que no
veas”. Para ella, la inseguridad encarnada en el vecino no solo deriva de los rumores,
sino también de su forma de relacionarse, particularmente a partir de los olores.
En este caso, si bien es cierto que estos chismes y la relación con el consumo de
cannabis reproduce estigmas, lo que interesa resaltar aquí es la forma cómo Jimena
y sus vecinos han aprendido a leer los entornos. A partir de los olores filtrados
por las ventanas de la casa, saben cuándo los vecinos están en casa y cuándo no. En
otras palabras, a partir del olfato emerge la necesidad de estar alerta y el sentimiento
de seguridad en casa.
Así, los chismes y los olores hicieron que Jimena y su familia levantaran la guardia
contra sus nuevos vecinos de junto, pues la inseguridad no solo rondaba el municipio,
sino también se sitúo en la casa contigua. Dicho de otra manera, este saber vinculado
a chismes devela rostros y, al mismo tiempo, activa los sentidos de protección tanto
dentro de casa como en el entorno. Entre los saberes de Jimena también se añade su
lectura de los sonidos y silencios de los mismos vecinos; por ejemplo, si disminuyen
los ruidos de motor y aumentan las voces infantiles Jimena sabe que los niños de la
colonia entran o salen de la escuela, lo cual se traduce en una sensación de calma.
Si, por otro lado, percibe el olor a marihuana, significa la presencia de sus vecinos,
y con ello un sentimiento de inseguridad.
El olor a marihuana me dice que ya llegaron los malvivientes [sus vecinos] y me da
miedo que se vayan a brincar y se metan al patio o por la azotea. Por eso en cuanto
huelo, cierro con llave la puerta. Ya nomás ruego que se vayan para estar tranquilos.
Ya mis vecinos han visto que cuando abren su puerta luego prende su cigarrito de mota
y empiezan con las pestilencias y ya no le queda a uno más que aguantarse y decirles
a nuestros hijos que tenga cuidado (Jimena, 65 años, secundaria incompleta, hogar,
casada).
La información transmitida dentro del circuito de rumores en la colonia permite que
sus habitantes construyan imágenes vinculadas a lo que significa la inseguridad y
las formas en que se materializa. Es decir, tener un referente sobre las personas
que representan inseguridad permite reforzar vínculos para protegerse unos a otros
y al mismo tiempo identificar a las personas de las que hay que cuidarse.
En estos contextos de inseguridad, el sistema de rumores se convierte en una red por
la que circulan los saberes vinculados a la práctica cotidiana, como el desplazamiento.
De manera que la información que recorre entre los vecinos envuelve el desarrollo
de las prácticas de movilidad y deriva en el reforzamiento de la confianza entre ellos,
pero de manera selectiva y, por otro lado, señala o recrimina, en términos de Elias,
aquellos elementos que contribuyen al contexto de inseguridad entre los vecinos.
“Trato de enseñarles a mis hijos”
Como hemos visto hasta este momento, los saberes no se limitan a conocer los aspectos
más amplios sobre la inseguridad del municipio o de la colonia. Al tener comprensión
sobre cómo es el contexto, es necesario mostrar otra línea de saberes que permite
a las personas cuidarse en la colonia y durante el desplazamiento. En determinados
momentos, otros saberes entran en juego para delinear las prácticas en momentos precisos.
Aquí es necesario incluir el saber que emerge y se transmite desde dentro de la familia,
el cual permite que los integrantes del hogar vinculen sus imágenes de inseguridad
sobre aspectos más específicos.
Con el caso de Javiera se dejó entrever la preocupación sobre los saberes transmitidos
a los más jóvenes, los cuales son mediados entre la imagen de los medios de difusión,
el circuito de rumores y las experiencias de los integrantes del hogar, principalmente
de los adultos, que enseñan a los de menor experiencia. Tal es el caso de Bruce, quien,
a partir de su propia vivencia, enseña a su hija a diferenciar lo que simboliza la
inseguridad.
En este mundo existe gente buena y gente mala y de esta última hay que protegerse.
Debes estar atenta para saber si estas personas mienten o tienen malas intenciones.
No es sencillo darse cuenta por eso hay que poner atención a detalles como: cómo te
mira, cómo habla o cómo se viste. Tal vez no es sencillo para una niña, pero sí es
importante decírselo desde ahora para que lo vaya entendiendo (Bruce, 37 años, licenciatura
incompleta, cibercafé, casado).
Provenientes de Ciudad Nezahualcóyotl, municipio vecino de Ecatepec, Bruce y su familia
llegaron a este último para alejarse de la violencia urbana que poco a poco impregnó
Nezahualcóyotl. Sin embargo, ya en Ecatepec de Morelos dos eventos alertaron a la
familia: el robo de su bicicleta y el acoso hacia su hija y esposa por parte de un
drogadicto de la zona. A partir de estas experiencias, Bruce comenzó a instruir a
su hija en los menesteres de la seguridad.
Empecé con las clases de karate, porque empecé a escuchar que había mucha violencia
en la colonia, luego fue que nos robaron la bicicleta y a mi esposa y a mí nos asaltaron.
Pero ya el colmo fue cuando el marihuano empezó a molestar a mi familia, hablé con
mi esposa y ahí comencé con el entrenamiento de mi hija: inicié con el karate. No
fue de manera paranoica, pero sí de manera clara, lo más cercano a lo real para que
lo entienda una niña (Bruce, 37 años, licenciatura incompleta, cibercafé, casado).
Al mismo tiempo que se iniciaron las clases de karate cambiaron de colonia, dejaron
su casa en Fuentes de Aragón para llegar a Rinconada de Aragón, una de las tantas
calles de Ecatepec de Morelos que, con la instalación de rejas, eliminaron la circulación
vial a personas y vehículos que no fueran habitantes de la calle. Ya con las calles
cerradas, la ahora privada se convirtió en el escenario perfecto para que Bruce continuara
con el entrenamiento de su hija. Sumado al cierre de calles y la enseñanza de karate,
Bruce implementó un sistema de monitoreo para estar al pendiente de su hija.
Al principio la menor no seguía las indicaciones, pero con el paso del tiempo y ya
entrada en los ocho años se acostumbró a reportarse con Bruce o su esposa, aun estando
dentro de la cerrada. Además de aprender a defenderse, a su formación añadieron la
memorización de direcciones de familiares y amigos para solicitar apoyo. En general
le enseñaron a reaccionar frente a situaciones inseguras.
Un asalto puede pasarle a ella cuando crezca y por eso se lo decimos para que no le
caiga de sorpresa y esté alerta. Hablamos con ella sobre las situaciones que pueden
pasar aquí en la colonia como en otros lugares. Además, que no vamos a estar todo
el tiempo con ella y por eso es importante prepararla para lo que pueda pasar (Bruce,
37 años, licenciatura incompleta, cibercafé, casado).
Al narrar situaciones extremas como parte del entrenamiento, Bruce implementa los
saberes contextualizados y sus experiencias propias para que su hija construya su
propio conocimiento sobre cómo desplazarse, reconocer el peligro y, principalmente,
cómo reaccionar frente a situaciones inseguras.
Este entrenamiento evoca los planteamientos de Erving Goffman (1979), en razón de que las personas distinguen imágenes o apariencias normales que les
facilitan seguir con sus actividades cotidianas, al mismo tiempo que las alejan de
estar en alerta constante al entorno, las miradas rápidas para asegurar la tranquilidad
y estabilidad de lo que acontece alrededor. Sin embargo, en contextos de inseguridad,
como el que ocurre en las colonias sur de Ecatepec, hay que ir más allá de la mirada
rápida, romper el equilibrio entre las situaciones normales y las alarmantes. En este
caso, estar en estado de alerta permanente no solo se ha convertido en algo cotidiano,
sino también se ha normalizado, se ha incorporado entre las personas, entre sus habitantes.
Aquí es necesario precisar que la enseñanza de estos saberes no sucede de la misma
forma en todos los casos, ni siempre se actúa de igual forma: los saberes se diferencian
entre hombres y mujeres, como lo deja entrever el caso de Janeth. Ella es madre de
dos menores, uno de quince años y una de trece. Del mismo modo que Bruce, Janeth habla
con sus hijos sobre lo que puede pasar al salir a la calle. El principal miedo de
Janeth, y que extiende hacia sus hijos, es el rapto, pues cuando Janeth tenía ocho
años un señor de 40 años intentó secuestrarla. En aquel entonces ella vivía en la
calle de Nicaragua, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, y esta experiencia
posicionó el tema de la inseguridad en un antes y un después en su vida.
Desde pequeños, los hijos de Janeth aprendieron a leer el entorno, las personas y,
en general, las situaciones de inseguridad. Debido a sus obligaciones laborales, también
las de su esposo, enseñó a sus hijos a valerse por sí mismos. La base de su enseñanza
fue estar alerta al salir a la calle, al caminar, y poner atención a las personas
que van junto a ellos.
Platico mucho con mis hijos para irlos preparando. Les digo en lo que se tienen que
fijar. Por ejemplo: en cómo camina la persona, si los mira fijamente o cómo se visten,
les digo esos detalles para prevenirlos porque es lo único que puedo hacer por ellos,
no puedo estar con ellos todo el tiempo. A mí me hubiera gustado que mi madre y mi
padre me hubieran hablado, así como yo le hago con ellos, pero no, yo tuve que aprender
sola. Lo que sé lo aprendí en la calle. En el barrio aprendes a estar alerta (Janeth,
40 años, bachillerato completo, empleada, casada).
Con la distinción de saberes, Janeth le inculca a su hija prevenir el acoso sexual.
Para el muchacho, es asunto de nunca mostrar miedo. En este sentido, es importante
resaltar la relación que ella hace entre saberes diferenciados por género y los tipos
de delito. Esta afirmación se articula con otros estudios latinoamericanos que apuntan
hacia los mismos resultados (Kessler, 2012; Soto, 2013); es decir, sostienen la relación entre tipo de delito y sexo, asumiendo que el temor
está vinculado a determinados actos. En este sentido, el que Janeth contribuya al
saber de sus hijos (niño-niña) refuerza la distinción entre sus desplazamientos cotidianos.
Pero esta diferenciación trasciende hacia las formas en que se circula el espacio
público y, por ende, en la forma de habitarlo.
Así, como parte de la heterogeneidad con que se vive en estos contextos, los saberes
no solo apuntan a cuidarse por todos los flancos, sino también a conocer el espacio.
Salir a la calle implica saber cuándo caminar por la banqueta o debajo, dominar los
tiempos del andar y articularlos a los múltiples ritmos de la ciudad. Los saberes
transmitidos por la familia se confrontan con los construidos desde fuera; es decir,
los emanados de los medios de difusión y de los rumores. Sin embargo, este enfrentamiento
entre saberes no estaría completo sin el saber vinculado a la experiencia.
“Ahí lo aprendí porque antes no sabía”
Luego de este recorrido entre los saberes, que por la estructura argumentativa presenté
desarticulados, en este apartado me propongo mostrar el encadenamiento de saberes
a través de la experiencia de la persona; en este caso, será Julieta quien habrá de
guiarnos por la travesía siempre abigarrada de la movilidad y la inseguridad.
Con Julieta realicé tres recorridos de su casa a la escuela en distintos horarios.
Ella estudiaba en el Tecnológico de Ecatepec; es decir, a veinte minutos (en transporte
público) de su casa. Durante los trayectos Julieta realizaba movimientos bastante
rutinarios. Por ejemplo, al abrir la puerta de su casa primero asomaba la cabeza para
verificar que no hubiera nadie o por lo menos nada que para ella pareciera sospechoso,
y durante sus recorridos siempre trataba de mantener una distancia de dos metros con
relación al resto de los peatones. Estas acciones, más relacionadas con anticiparse
a cualquier peligro, se acompañaba de un caminar que le permitía jugar con las velocidades
y con las distancias entre transeúntes o pasajeros. En el primer recorrido que realizamos
llegamos al acuerdo de que yo estaría en la acera de junto sin intervenir en su trayecto.
En aquella ocasión iniciamos el trayecto al mismo tiempo, solo que cada uno en cada
lado de la acera. Su andar se componía de pasos firmes pero cortos, caminaba muy cerca
de la pared. Su mirada parecía tímida, pero pendiente de lo que sucedía a su alrededor.
De sus hombros colgaba una mochila que caía por debajo de sus caderas, sus manos,
inmóviles, sujetaban los tirantes frontales de la mochila, de esta manera se cubría
el pecho.
Luego de llevar un paso constante, casi alcanzaba a un muchacho que caminaba delante
de ella. El joven vestía un pantalón de mezclilla, tenis color blanco y camiseta gris
de tirantes que dejaban a la vista un tatuaje de la Santa Muerte en su espalda. Mientras
caminaba, aquel joven hablaba por teléfono; el volumen de su voz era muy alto, desde
la acera donde yo transitaba parecía que iba gritando. Julieta, sin cambiar su postura
corporal, solo disminuyó el paso. Si bien su andar no era rápido, con el tono de voz
del muchacho lo convirtió en parsimonioso. El muchacho se detuvo y Julieta, a la distancia,
hizo lo mismo. Yo, que mantuve el paso, quedé a una distancia media entre ambos (solo
que en la banqueta contraria).
En un puesto ambulante, el muchacho extendió la mano para pagar, le dieron un cigarro
que llevó a la boca para inmediatamente encenderlo, y sin más siguió su camino, hablando
por teléfono. Denotaba enojo en sus palabras. Julieta mantuvo la misma distancia durante
todo el camino hasta que el joven subió las escalaras del metro. Ella cruzó un puente
y siguió caminando hasta el Tecnológico de Ecatepec.
En los siguientes recorridos realizó acciones similares: mirar el entorno, mantener
distancias, detenerse o avanzar. En el segundo y tercer recorrido fueron unos muchachos
en motoneta quienes alertaron sus trayectos. A pesar de andar sobre la banqueta y
las motonetas en la calle, el ruido de sus motores bastaron para que Julieta cambiara
la expresión facial. En ambas ocasiones los vehículos motorizados cruzaron camino
con ella. La segunda vez solo avanzaron dándole un vistazo y sin decir palabra. La
tercera ocasión fue distinta; quienes montaban el vehículo le dijeron “Qué bonita
estás”. Ella, aparentando indiferencia, siguió su caminata hasta la avenida principal,
y los jóvenes de la motoneta siguieron su camino.
Por lo regular tachamos a la gente por su estatus o por cómo se viste. Si no se baña
lo ves y dices: este me va a hacer algo, pero a veces no hacen nada. No por tener
tatuajes te roban. Uno como mujer se fija en su forma de caminar. Es como si de inmediato
quisieran imponerse, es diferente cuando alguien camina con porte y elegancia. Hay
otros que parece que bailan mientras caminan (…) En su forma de hablar también te
das cuenta, incluso que vaya caminando en la calle platicando con otro o por teléfono
[refiriéndose al joven del recorrido] y van platicando o gritando y mentando madres
y escuchas su forma de hablar con puras groserías. Puede ser que no te robe, pero
emana mucha violencia y eso a mí no me gusta. Eso es en lo que más me fijo (Julieta,
24 años, licenciatura completa, soltera, pasante bioquímico en alimentos).
Salir de los lugares de seguridad y mantenerse en estado de alerta implica que las
personas dinamicen todos sus recursos y los pongan en juego. Implica tratar de anticiparse
al peligro posible. Esto no significa que con dicha anticipación cualquier acto peligroso
vinculado a la inseguridad no llegue a realizarse; sin embargo, sí permite a las personas
sentirse seguras durante su desplazamiento cotidiano.
No todo es peligroso e inseguro, pero hay que estar alerta: una forma de desenlace
A lo largo del artículo he mostrado que moverse en contextos de inseguridad es resultado
de un entramado de saberes, cuya relación no necesariamente es armónica, en ocasiones
entran en tensión por las fuentes que intervienen en su formación -noticias, rumores,
enseñanza familiar y experiencia propia.
Los medios de difusión, en cierta medida, han contribuido a la construcción negativa
de los habitantes de Ecatepec, más allá de la especificidad de la colonia o del barrio:
basta con vivir en el municipio para ser vinculado con la violencia y la inseguridad.
A esto se suman los patrullajes, tanto de militares como de fuerzas policiacas, implementado
por las autoridades del estado y del municipio, los cuales refuerzan narrativas mediáticas
como: “En Ecatepec no se puede vivir”; sin embargo, la gente habita y se mueve en
estas colonias.
En cierta medida, ese tipo de narrativas eclipsa la presencia de los habitantes que
circulan todos los días por las calles del municipio; habitantes que desarrollan una
vida cotidiana moviéndose en múltiples escalas y reforzando su carácter metropolitano.
De manera que su dinamismo se convierte en una afrenta a lo expresado en los medios
de comunicación y no corresponde a la cotidianidad de los colonos. Con esto no pretendo
afirmar que la inseguridad, derivada de la violencia, no exista en las calles de Ecatepec;
sin embargo, ambas adquieren matices distintos en el circular de las personas. De
ahí la importancia de pensar el análisis del desplazamiento y la inseguridad en términos
situacionales; esto permitiría distanciarnos, al menos un poco, de estigmatizaciones
innecesarias.
Por su parte, con la circulación de rumores en las colonias sureñas de Ecatepec, esta
práctica se convierte en una especie de resistencia del debilitamiento de los vínculos
dentro de las colonias. Es decir, a pasar que el contexto de inseguridad ha debilitado
el tejido social, algunos vecinos ven la importancia de estrechar vínculos con otros,
realizan una selección en la que consideran el tiempo de vivir en la colonia, que
muchas veces se vincula con los de mayor antigüedad, y la función dentro de la comunidad.
Por su parte, los saberes que emergen desde la familia se convierten en el elemento
que media entre los saberes amplios de formas de concebir la inseguridad y las experiencias
de violencia e inseguridad. Desde esta perspectiva, cerrar una calle, por ejemplo,
se convierte en una materialización de estos saberes contextuales y de las experiencias,
las cuales impactan en la formación de niñas, niños y adolescentes.
Asimismo, se construyen saberes diferenciados entre hombres y mujeres enfocados en
delitos específicos; es decir, a los hombres se les enseña como principal saber no
mostrar miedo frente a cualquier situación de peligro; por su parte, a las mujeres
se les instruye para pasar inadvertidas frente a los demás. Esto devela las formas
desiguales inherentes en el saber moverse por el espacio público.
Finalmente, el saber construido desde las experiencias implica la articulación y la
puesta en marcha de los múltiples saberes; es decir, de experiencias encarnadas e
inmersas en flujos situacionales, lo cual permite dinamizan el saber cuidarse durante
el movimiento.
Con todo lo anterior traté de mostrar que la tensión entre saberes está mediada por
el lugar desde el cual la persona visualiza -le enseñan a visualizar- la inseguridad
y el desplazamiento. Es decir, cuando partimos desde lo cotidiano la inseguridad comienza
a materializarse en lugares específicos y cuerpos en movimiento. De manera que las
personas, al experimentar situaciones de inseguridad, modifican los saberes previamente
aprehendidos, los hacen dinámicos y los particularizan según las situaciones.
En concreto, el saber desplazarse en estos contextos involucra, principalmente, identificar
situaciones y traducir elementos que pudieran encarnar la inseguridad. Hacer de este
saber algo cotidiano se adhiere a lo que otros autores han llamado habitus de la movilidad
(Stock y Duhamel, 2005).
Así, regresando al ejemplo inicial, saber el significado de “A ver, mi gente, ya se
la saben” implica conocer todo un conjunto de elementos inscritos en lenguajes urbanos
de la inseguridad, lenguajes que de aprenderse rápida y adecuadamente permiten transitar
lo más tranquilo posible.