A finales de los años sesenta del siglo XX, el arquitecto vienés Bernard Rudofsky acuñó la expresión “arquitectura sin arquitectos”, para referirse a la gran riqueza arquitectónica erigida por todo el mundo sin injerencia del ámbito académico (Rudofsky, 2017 [1964]). La “otra” arquitectura, caracterizada originalmente por Rudofsky como vernácula, anónima, espontánea, indígena y popular, era considerada simplemente un cúmulo de “vestigios”: manifestaciones materiales de las culturas orientales, bárbaras o primitivas del mundo no civilizado.
En contraste, la arquitectura que se enseñaba en las escuelas de aquellas épocas era esencialmente racionalista. El funcionalismo, siendo urbano y formalista, se autoproclamaba científico y universal. Es decir, acultural. Así, la gran mayoría de las prácticas arquitectónicas forjadas fuera de ese reducido ámbito, solo eran vistas como costumbres “estancadas en el tiempo” que debieran superarse.
En el presente, el fenómeno de la globalización ha puesto en el interés general la arquitectura sin arquitectos. Desde la crisis del funcionalismo arquitectónico, que coincidió con la irrupción de la “condición posmoderna” en sociedades posindustriales, que testimonian las formas arquitectónicas antirracionales, deconstructivistas y emocionales (Harvey, 2012), es cada vez más común que manifestaciones espaciales de la alteridad occidental integren un conjunto de arquitecturas valoradas desde el ámbito erudito. La aparición de World Heritage de la UNESCO en 1972 y otros programas institucionales similares lo demuestra.
Aunque es un hecho que se ha avanzado mucho en cuanto al reconocimiento de la diversidad arquitectónica, la realidad es que esta se sigue pensando desde un exotismo que presenta las obras como pedazos de historia o curiosidades, lo cual limita la posibilidad de encontrarles conocimiento arquitectónico útil para la vida en el presente. Se piensa todavía bajo el estereotipo de una arquitectura anónima; en el mejor de los casos, tradicionalista, arraigada en conocimientos ancestrales y, en el peor, naive y espontánea, en franco contraste con una arquitectura de autor, de tipo experimental, global y de vanguardia; ideas que refuerzan el folklorismo de las puestas en valor de lo patrimonial.
El valor implícito en la concepción, la producción y el uso de las obras no académicas sigue siendo menospreciado. Más allá de ser un objeto de estudio, la diversidad arquitectónica constituye un conjunto de medios eficientes para vivir: una diversidad de conocimientos situados y puestos en práctica. En un mundo en crisis que requiere justamente ese tipo de herramientas situadas, la arquitectura no académica pudiera ser una fuente poco explorada de sostenibilidad social y ambiental (Oliver, 2006, p. XXII).
Por otro lado, el estudio de la arquitectura no académica ha tenido una producción amplia, que ha sido elaborada por antropólogos y arquitectos desde el siglo XIX, con mayor fuerza en los últimos 60 años (Cunha, et al., 2013). Mencionaremos brevemente tres aportaciones del campo, en función de su importancia para el presente trabajo: 1) la separación de los conceptos de lo vernáculo y lo popular (Fonseca, 2017; Pérez, 2018), 2) la importancia del actor social en la arquitectura popular (Rappoport, 1989; Vargas, 2021) y 3) la no espontaneidad de la arquitectura popular (Norberg-Schullz, 1980; Olukoya, 2021). A continuación desarrollaremos un resumen de estas tres aportaciones que se trabajarán con mayor profundidad en el marco teórico.
Con relación al primer punto, baste mencionar que buena parte de los trabajos relacionados con la arquitectura no académica utiliza conscientemente los conceptos vernáculo y popular como sinónimos (Vargas, 2021). Sin embargo, diferenciar ambos conceptos no es trivial. Por un lado, la arquitectura vernácula implica conocimientos particulares de materiales y procesos, técnicas y formas rituales de producción arquitectónica, comúnmente vinculadas a lo local y a la pervivencia, mientras que lo popular, defenderemos, implica conocimientos situacionales de producción arquitectónica en entornos transculturales, dados por coerción o por cohesión, y son manifestaciones mayormente vinculadas a la originalidad y a materiales y procesos industriales.
En cuanto al segundo punto, en la literatura más actual se identifica que la agencia de actores sociales es crucial para la producción de arquitectura popular, que comúnmente se pensaba anónima. Como toda obra, la arquitectura implica la movilización de capitales1 por actores sociales para su concreción. Pese a que es sabido que toda obra arquitectónica es, en buena medida, comunitaria (Turnbull, 1993), también es posible hablar de autores principales con una mayor injerencia en la producción de un proyecto durante alguna etapa de su devenir (Pérez, 2018).
En cuanto al último punto, la bibliografía consultada muestra la arquitectura popular como resultado de “figurarse un espacio” en el presente, a diferencia de la arquitectura vernácula, donde los actores sociales tienden a respetar los diseños del pasado. El figurarse un espacio en la arquitectura popular es una acción de diseño, lo que nos muestra que no se trata de un acto espontáneo, sino más bien implícito o intuitivo, de caja negra, que difiere del proyecto de caja “de vidrio” que se enseña en el ámbito académico y que intenta monitorear cómo se llegó a una idea de diseño (Jones, 1980). Aquí es importante hacer un esfuerzo por conceptualizar la noción de “figurarse un espacio”. En el marco teórico desarrollaremos que se trata de la acción de distribuir ambientes y vestíbulos o áreas de pautas, al tiempo que se construyen metáforas discursivas mediante los elementos arquitectónicos propios de cada finca (Martin, 2002).
Tomando en cuenta lo anterior, el objetivo principal de este artículo es mostrar cómo la arquitectura popular se configura de manera discrecional desde la acción social de diversos actores, unos con mayor injerencia que otros en obras específicas, que desde sus capitales personales se figuran y producen espacio para participar en dramas sociales2 propios de su cotidianidad, lo cual implica una arquitectura que no es anónima ni espontánea, pero sí es de caja negra y de producción social.
A través de un análisis interpretativo, descrito en el apartado metodológico, hemos abordado el caso del “El Castillo de la Salud”. Se trata de un conjunto arquitectónico ubicado en Ahuacatitla, Axtla de Terrazas, a 300 km de la ciudad de San Luis Potosí, México, usado con fines medicinales, religiosos, recreativos y comerciales. Dicha “mezcla” de usos le ha permitido tener muchos reflectores y haberse convertido en un lugar icónico de la huasteca potosina en función del incentivo que en la región y en el país se ha dado al turismo como actividad económica.
A manera de hipótesis, el caso aquí presentado muestra que la arquitectura popular, si bien no abarca la creación de conceptos arquitectónicos (por ser un proceso intuitivo o de caja negra), sí se basa en la concepción formal y espacial de una obra por actores clave, cuyos capitales son multiculturales, lo que les permite, como en caso de que aquí será tratado, concebir, producir y pautar usos a manera de modernidad indígena.
Consideramos importante la exposición de los hallazgos de la investigación que se tratan en el apartado de la discusión. Uno, identificamos que la arquitectura del caso no partió de un concepto original, sino se trata de una manera de distribución espacial común en el mundo religioso mexicano. Aunque la forma de figurarse pautas de uso del espacio no es original, cualidad que es buena porque es la clave del éxito de la finca, sí constituye como obra un discurso único. Dos, que el caso es un aparato de poder que se insertó en las relaciones sociales de la comunidad para, tres, la resolución de conflictos territoriales locales por la inserción de la modernidad durante la segunda mitad del siglo XX.
El caso se muestra en el apartado de los resultados a través de un relato etnográfico construido mediante trabajo de campo. Para darle solidez, retomamos las aportaciones que han hecho Villagómez (2008) para el caso de la biografía de Beto Ramón, y el trabajo de Mayorga (2015) para vincular el caso con la vida de los curanderos de la región. Finalmente, en las conclusiones se apunta a continuar estudios de arquitectura popular desde una perspectiva dialéctica.
Para dar un orden al marco teórico, hemos propuesto dividirlo en dos partes. La primera presenta nuestra construcción del concepto “figurarse un espacio”, por medio de algunas aportaciones desde la antropología del diseño. La segunda discute los conceptos de lo vernáculo y lo popular mostrando sus diferencias, para posteriormente desarrollar la noción de la arquitectura popular en cuanto a tres aportaciones de la literatura revisada: uno, que se entiende a la arquitectura popular como una arquitectura coetánea o del presente; dos, que son obras que no son espontáneas ni anónimas, y tres, que son formas transculturales de concebir, producir y formar pautas de uso.
El presente artículo sigue principalmente la línea propuesta por Marion Segaud (Segaud, 2010). La antropóloga nos muestra que, aunque todos los seres humanos tienen una necesidad de espacio, la forma de satisfacerla es culturalmente diversa. Figurarse un espacio implica pensar desde el habitar para construir (p. 27). A su vez, construir implica distribuir para transformar espacios existentes o fundar nuevos (p. 77). La diversidad arquitectónica es resultado de construir desde la experiencia intersubjetiva. En otros términos, el figurarse un espacio no es una acción acultural. Por el contrario, la memoria espacial que varía de cultura en cultura le sirve de base para figurarse un espacio a quien piensa producir una arquitectura (Kuri, 2021).
La postura de Segaud guarda similitudes con la noción de sintaxis espacial acuñada por Bill Hillier. A grandes rasgos, Hillier entiende el figurarse el espacio como la acción de distribución de vestíbulos y ambientes en correspondencia con reglas sociales para formar pautas de uso (Hillier, 2007; Yamu, Akkelies y Chiara, 2021). La experiencia cotidiana forja las condiciones iniciales de producción espacial; por eso contiene normas políticas, económicas y culturales.
Hasta aquí podemos decir que “figurarse un espacio” es la acción de utilizar capital cultural para idear una distribución arquitectónica que puede transformar una configuración anterior o fundar una nueva. Dicha acción es siempre doble (Martín, 2002), porque se ejerce para producir pautas de uso y forma. En cuanto a las pautas de uso, se producen estancias y vestíbulos que se conectan funcionalmente entre sí para formar conjuntos arquitectónicos. El orden y la distribución de estos elementos son políticos y muestran jerarquías y delimitaciones territoriales (Sack, 1983). El orden mismo de las pautas de uso suele corresponder con mostrar qué está permitido y qué no en un espacio, así como la importancia de cada ambiente y vestíbulo. Por otro lado, morfología también es resultado de la utilización de arquetipos y la producción de metáforas (Martín, 2002). Los arquetipos son extraídos del capital cultural, y usados discrecionalmente para investir los espacios de significado, mientras que las metáforas son formas creativas de disponer dichos elementos en el espacio para articular discursos con él (2002). Figurarse un espacio parte de un sujeto en el mundo y de su interpretación subjetiva para transformarlo. Construir es pensar desde el estar ahí (Segaud, 2010)
Es justamente porque toda persona, sin excepciones, concibe y ejecuta en todo momento cambios en las arquitecturas -que van desde los modestos, como el cambio en la distribución de elementos como mobiliario y otros objetos en el espacio, hasta la reconfiguración a escala de finca (Sheldeman, 2012)- que la producción de un espacio es un devenir constante de producción social. En resumen, la autoría de una obra es colectiva. Además, la atraviesa el tiempo, habilitando la participación de varias generaciones en una obra, a veces por siglos (Turnbull, 1991). Sin embargo, cada actor involucrado en la obra tiene un peso específico, y la decisión de una sola persona, cuando esta ocupa una posición social de productor, tiende a ser de mayor calado que la de personas en la condición de usuarios. El espacio se produce de forma dialéctica, dentro de dramas sociales donde chocan y se acoplan las diferentes formas de figurarse un espacio (Haesbaert, 2011).
A la postre, la acción de figurarse un espacio ha producido una diversidad de arquitecturas y modos de habitar muy variada. A continuación mencionamos tres ejemplos para ilustrar lo anterior. Vale resaltar que la importancia de esta diversidad radica en ser una fuente importante de medios para la autoproducción arquitectónica, propia de la arquitectura popular, como se desarrollará más adelante.
El primer ejemplo nos muestra que ciertas aldeas africanas son únicas en su configuración espacial, y diferentes en gran medida de todas las demás formas de distribuir espacio arquitectónico en el mundo. La particularidad de aldeas como Ba-Ila, es que eligen la ubicación de ciertos cuerpos arquitectónicos y objetuales según unas reglas sagradas de tipo fractal, que solamente saben en profundidad los chamanes. En ninguna otra cultura se utilizan literalmente reglas provenientes de las matemáticas complejas para la distribución de objetos en el espacio (Eglash, 1999). Por mencionar un ejemplo para hacer notar el contraste, algunas culturas indias de América prehispánica, como los teotihuacanos, se valían de emular el movimiento de los astros para elegir los sitios arquitectónicos del poder teocrático militar y económico. En estas últimas quien detentó el poder es quien supo de astronomía, mientras que en las primeras quien detenta el poder es quien sabe de matemáticas fractales. En ambos casos, el poder viene ligado al conocimiento y tuvo un profundo impacto en sus respectivas arquitecturas.
Usaremos el trabajo del antropólogo Tim Ingold para nuestro segundo ejemplo. Él muestra que para los pueblos animistas a los que hace alusión en su texto The Perception of Enviroment (Ingold, 2002), como los pintupi, los walbiri, evenks, entre otros, no existe propiamente una noción de espacio, ni de cuerpos en el espacio. En oposición, los animistas piensan que solo existen senderos formados por el andar de todo lo existente, que tiende, con su movimiento, a conformar los lugares que se habitan. Para los animistas no hay espacio y todo lo existente (lo cual incluye a los ancestros fallecidos), habita dejando huellas; por eso, para estos pueblos, todos habitan “en todas partes” (Ingold, 2011, p. 149). Tiempo después, Ingold comparó esta forma de figurar el espacio animista con la tradición nórdica y alemana. Para este antropólogo, el espacio, como se concibe en Occidente, es una categoría muy ambigua que mezcla los senderos (lo abierto) con los lugares (lo cercado), confusión por la cual fue fácil para el propagandismo nazi hablar de lo local y lo externo de manera tan discrecional en su empresa política: lo local (lo cercado), siempre amenazado por lo externo, y sobre todo por los pueblos nómadas, como se sabe, era lo más importante para el régimen fascista y la fuente de su poder ideológico, mientras que el expansionismo del régimen ilimitadamente vendría justamente de ampliar lo local (Ingold, 2015, p. 12).
Finalmente, el filósofo Byun Chul Han nos muestra cómo en Japón la noción de originalidad es radicalmente opuesta a la noción europea, para lo cual hace mención del ejemplo del santuario de Ise (Han, 2017, p. 62). Esta edificación de madera en la isla japonesa es destruida y reconstruida cada veinte años en un ritual comunitario que involucra a todo el pueblo, se destruye y se vuelve a construir con materia prima procedente del bosque aledaño. Los planos arquitectónicos del santuario de Ise -no el papel, sino el diseño- no pueden ser modificados porque se consideran sagrados. El templo tampoco puede construirse o replicarse en otro lugar fuera de Ise. En contraste, los europeos consideran que la originalidad de una finca radica en lo físico de las piedras de una obra como Notre-Dame, por ejemplo. Así, para unos, la originalidad está en la idea y para otros en la materialidad.
Habiendo definido lo que es figurarse el espacio nos corresponde ahora articular la noción con el concepto de arquitectura popular.
Como se mencionó en la introducción, la arquitectura no académica había tendido a ser estudiada de manera empirista, lo cual había dejado los conceptos de lo vernáculo y lo popular como sinónimos (Fonseca, 2017). Fonseca propone entender la arquitectura vernácula como la arquitectura de un grupo determinado; es decir, de una comunidad coherente, mientras y la arquitectura popular como una forma de arquitectura basada en materiales y técnicas modernas, no necesariamente indígena, figurada y construida sin la presencia académica (2017). Por su parte, Pérez (2018) separa la arquitectura vernácula a partir de la dimensión temporal. Para hacer la distinción Pérez utiliza los conceptos vernáculo actual y vernáculo histórico. Nosotros hemos preferido separar lo popular (actual) de lo vernáculo (histórico), a la manera de Fonseca, utilizando aportaciones de Pérez. Estas son la no separación entre lo popular y los materiales industriales, la importancia de los autores de las obras y la noción de arquitectura popular como la adaptativa a realidades contingentes (2018).
Aunque durante el siglo XX se intentó mostrar la coherencia de los pueblos a partir de describirlos perseverando en su habitar; con la globalización económica, los diseños vernáculos de todo el mundo han tendido a trastocarse en una medida poco antes vista. A partir de los años 1950 la rapidez de la globalización ha dejado muchas dificultades para identificar comunidades coherentes o no occidentalizadas. Las palabras expresadas por Marshal Sahllins en una entrevista reciente muestran contundentemente dicho fenómeno: “Los antropólogos guardamos similitudes con los físicos cuánticos, ambos estudiamos objetos que desaparecen” (Sahlins, 2022 [2014]).
Marshal Sahlins comenta esto como una crítica a la antropología reciente, que tiende a negarse a encontrar diversidad cultural. Proponemos que una superación de este derrotismo es el estudio de la producción espacial de lo popular como un habitar dialéctico ante la globalización. Por ello, definimos la arquitectura popular como resultado de entornos donde existen claramente choques y acoplamientos interculturales. Defenderemos que esta definición permite varias ventajas. La primera es ver la arquitectura popular como resultado de una mayor conflictividad dialéctica propia de los embates de la urbanización, mientras que la arquitectura vernácula supone menos interacción intercultural con el ámbito urbano. La segunda ventaja es mostrar la arquitectura popular como una arquitectura donde juega con mayor claridad el figurarse un espacio propio de cada individuo en la construcción de conjuntos arquitectónicos. En la arquitectura popular aparece con mayor claridad la importancia de los autores y de su agencia; por eso también la arquitectura popular es más discursiva o propensa a construir metáforas que la vernácula. La arquitectura popular es inherentemente transcultural, pero no en abstracto, sino como un intento por adaptar ciertas formas de figurarse un espacio de una cultura en franca dominación, a lo impuesto por la cultura dominante. Esto dejaría dos formas de arquitectura popular, las que guardan menos relación con lo vernáculo por partir de poblaciones urbanizadas, y los que guardan más relación con lo vernáculo por estar menos embestidas por la urbanización.
A diferencia del concepto de hibridación, que se centra en el resultado de un proceso dialéctico, se propone ver en los grupos sociales y en los individuos procesos dialécticos de conflicto identitario constante, donde lo que termina por definirse con mayor claridad es justamente el espacio habitable. La arquitectura popular es el resultado de estos conflictos, pero siempre será un resultado parcial.
Para la presente investigación se partió de elaborar un análisis interpretativo de nuestro caso de estudio: “El Castillo de la Salud”, un conjunto arquitectónico situado en la comunidad nahua de Ahuacatitla, en el municipio de Axtla de Terrazas de San Luis Potosí, Mexico. La interpretación del espacio permite hacer acercamientos al entendimiento del porqué de su configuración arquitectónica, para lo cual nos hemos basado en la metodología propuesta por Pérez para el estudio de la arquitectura vernácula (2018). El autor no hace una diferenciación entre lo vernáculo y lo popular, de manera que nosotros proponernos retomar su metodología, integrando lo propio para ajustarla a nuestra definición de arquitectura popular, descrita en el apartado anterior.
La metodología de Pérez propone el análisis de tres tipos de datos: los derivados de lo que se percibe de las pervivencias temporales de lo local en una obra, lo que se lee en la obra del entorno ambiental donde se sitúa y la búsqueda de formas de producción y uso del espacio por la comunidad. Por otro lado, en el presente trabajo se propone agregar el análisis de áreas de pautas de uso del espacio y la identificación de metáforas que conforman el diseño del conjunto arquitectónico. Sugerimos que esto nos permitiría identificar cómo se ha figurado un espacio; es decir, cómo se pensó la distribución de elementos en el conjunto y para qué fines. Lo anterior nos lleva a buscar actores clave para la existencia de una obra. Además, el análisis que presentamos parte del supuesto de que todo proceso de producción del espacio es dialéctico, máxime en una obra de tipo popular, precisamente por estar situada en un espacio social donde existe una cultura dominada y una dominante, razón por la que es importante ver las edificaciones populares como resultado parcial de la resolución de los dramas sociales propios de la urbanización.
Los resultados del trabajo se ordenaron a manera de relato etnográfico. La construcción del relato se hizo mediante nuestro trabajo de campo de 2018 y 2019, así como con la consulta de fuentes escritas sobre Ahuacatitla y Axtla de Terrazas, para identificar el capital específico de algunos actores involucrados en el devenir de la obra. Se utilizaron como fuentes científicas sobre el caso de estudio, principalmente, las etnografías de Villagómez (2008) y Mayorga (2015). El primer estudio se centra en la vida y la obra del principal diseñador e ideólogo del caso, Beto Ramón, un curandero, médico, empresario, político y cacique de Ahuacatitla. El segundo trabaja la relación de los nahuas de la comunidad de Ahuacatitla con los cerros y las cuevas, elementos del contexto local fundamentales para entender el proyecto arquitectónico que aquí presentamos.
Además, se conformó un archivo fotográfico y se construyeron planos y plantas del complejo arquitectónico que ilustran la distribución o el “figurarse el espacio” propio del caso. El estudio del programa arquitectónico (Ayora, 2022, p. 39) nos permitió, a su vez, interpretar la posición de los elementos arquitectónicos y de su trabajo formal en todo el conjunto, tomando en cuenta monumentos y otros objetos en el inmueble, como mobiliario, reliquias y demás artefactos que conforman el lugar. Finalmente, se realizaron entrevistas informales a habitantes y visitantes del conjunto, para cruzar la información arquitectónica con lo dicho. Más allá de juzgar el caso tanto con juicios estéticos como con juicios éticos, se intentó poner entre paréntesis todo juicio, con la intención de aprender de la alteridad, que es el objetivo propio de la etnografía (Ingold, 2017).
Para construir la discusión y las conclusiones también hemos tratado de hacer comparaciones con ejemplos análogos, para dar solidez a los puntos que defenderemos.
Fuente: Archivo de los autores.
El contexto en que se localiza esta arquitectura se ubica dentro del ejido y comunidad de Ahuacatitla en la Huasteca Potosina, a 4.5 kilómetros de distancia de la cabecera municipal de Axtla de Terrazas, municipio de San Luis Potosí, México. Es un área rural, densa en vegetación y rodeada de tierras de cultivo entre ellos la siembra de aguacate.3 En esta pequeña población encontramos el inicialmente llamado “Laboratorio de Plantas Medicinales: Santo Domingo”, ahora “El Castillo de la Salud”, un centro de sanación que, por su configuración muy particular y por los servicios que ofrece, se ha convertido en un lugar icónico de la huasteca potosina.
Cuando se llega a la finca se puede apreciar una monumentalidad en franco contraste con la comunidad donde se sitúa, de una arquitectura más bien modesta, de bajareque o de cemento, pero de casas básicas. Es una obra muy colorida y llena de elementos decorativos. Pese a esta carga de elementos, “El Castillo” no parece una imposición al cerro donde se erigió, sino se fue integrando muy bien a su topología como se fue construyendo.
La construcción se remonta al oficio de don y herencia del curandero Beto Ramón, el autor principal de la obra. Un hombre polifacético y polémico que hoy es toda una leyenda. Beto Ramón fue el primer presidente municipal indígena del municipio. Se lo recuerda como el artífice de muchas otras arquitecturas de la comunidad y de todo Axtla de Terrazas; por ejemplo, por haber sido gestor de vivienda para los mestizos de la comunidad (Villagómez, 2008, p. 60). Se dice que Beto Ramón era un nahual y que en una ocasión salvó a parte de su familia de un accidente automovilístico convirtiéndose en águila para sacarlos de un barranco (Mayorga, 2015). Además, es sabido su gusto por la poligamia y su severidad de gobierno (Villagómez, 2008). Su posición de curandero le permitió convertirse en médico herbolario, y simultáneamente ser promotor de la fe católica y de la medicina occidental, así como de la educación moderna en el ejido. Fue un político y empresario que con su muy particular vida marcó a la comunidad. La edificación de El Castillo es sin duda su obra más destacada.
Un informante en calidad de paciente y turista que tuvimos oportunidad de registrar visitó el castillo para curarse de varios males: de alcoholismo, de mal de ojo y de achaques esporádicos en el cuerpo. Junto con familiares que lo acompañaban, recorrió también junto a nosotros el castillo, mientras esperaba el turno de su consulta. Al igual que a todo visitante del sitio, al llegar, en el umbral de la entrada, que también opera como taquilla, el encargado le preguntó: ¿Quiere solamente un recorrido guiado por el castillo, un recorrido con consulta o una “limpia”? Después de elegir la forma de acceder, recorrimos de manera guiada el predio. Finalizando la visita turística, el informante pasó a la parte de arriba, a la plaza, donde se le dio un diagnóstico en el consultorio, para posteriormente pasar a la capilla, después sentarse un momento en la copia del cerro del Tepeyac a un lado de la capilla (en adelante “cerrito”), y, finalmente, pasar al área de las limpias.
Fuente: Idea de los autores. Elaboración de Hugo Andrés Ríos Rodríguez.
El conjunto se compone de cuatro partes: El acceso, el mausoleo, la torre y la plaza (Villagómez, 2008). Hoy en día, entre todas conforman un recorrido coherente. Podemos especular y decir que el recorrido que se hace dentro del conjunto arquitectónico guarda similitudes con las peregrinaciones nahuas a las cuevas sagradas documentadas y estudiadas en la misma comunidad donde se sitúa el Castillo por Mayorga (2015). Pese a nuestra falta de elementos para asegurar la inferencia, lo cierto es que el acto de pasar de lugar en lugar para la curación es fundamental para la experimentación de El Castillo. Es importante sentir los cambios de umbrales, y sobre todo subir y entrar a los espacios alrededor de la plaza.
Fuente: Idea de los autores. Elaboración de María de los Ángeles Aguilera García.
La primera parte del conjunto la conforman dos elementos: el umbral, llamado Arco de la Verdad, que separa al castillo de la zona habitacional de Ahuacatitla, y un vestíbulo. Este último permite visualizar la finca completa desde adentro y desde abajo, de manera que se pueda sentir la escala de la obra. Sobre el pórtico del arco se encuentra una virgen de Guadalupe y también el “Ojo de Dios”, un detalle arquitectónico que “nos recuerda que ninguna de nuestras acciones escapa a la mirada del Padre y un corazón que se ofrece sobre el mundo”.4 En otro espacio contiguo y sobre una cúpula está el “Libro de la Sabiduría”, que tiene texto sobre palabras de Cristo y se refiere a la naturaleza como fuente de salud y de vida. Adyacentemente se ubica otro espacio de entre dos y tres niveles: el Arca, que simboliza el Arca de Noé. Inmediatamente, después del acceso, hay dos figuras de animales, “La tortuga y un cántaro”, símbolos de paciencia y dádiva. Este primer grupo de símbolos no relacionados entre sí podría decirse que significan atención y recibimiento. Aparecen a la vista más elementos en esta primera área. A la derecha se localizan dos figuras de árboles, una papaya y una planta carnívora, simbolizando la vida y la muerte. Al lado se mira un espacio cerrado con rejas, con una cúpula, y en la parte superior una escultura de Jesucristo “El Señor de la Salud”.
Fuente: Fotografías de archivo personal de los autores.
Fuente: Fotografías del archivo personal de los autores.
De frente se eleva el segundo espacio de la finca: una torre de siete pisos, conocida como la “Torre de Babel”, la cual otrora sirvió de mirador para su creador, Beto Ramón, y hoy sirve como un mirador para pacientes y turistas. Se sube por unas escaleras que se desarrollan en cada nivel. En los recintos interiores hay exposiciones de fotografías de la participación de Beto Ramón en diversos actos, así como en reuniones con políticos importantes de México, como el expresidente Carlos Salinas de Gortari y algunos gobernadores del estado de San Luis Potosí.
En la parte inferior y al lado de esta torre se localiza el tercer ambiente del conjunto, que contiene la estatua y el mausoleo de Beto Ramón. Es un espacio que presenta murales con alegorías sobre el herbolario y sus sueños. También se encuentra la figura del árbol de la vida Yolotxochitl, en lengua náhuatl. El espacio representaría “la síntesis de la imagen de la familia del médico botánico plasmando su cosmovisión médica” (Villagómez, 2008, p. 124). Este segundo grupo de símbolos y espacios discurre sobre la vida y la muerte, con la representación de la fuente de poder de sanación de Beto Ramón situada en un espacio entre la parte de abajo y la de arriba del Castillo.
Luego viene el espacio de arriba, el último entorno del conjunto, que se conecta con los espacios de consulta y con los laboratorios de producción de medicamentos de herbolaria, los cuales se fueron combinando con un área comercial con venta de souvenirs, farmacia y sala de espera. Es interesante el segundo umbral que el visitante cruza para llegar a los espacios específicamente dedicados a la salud: por una especie de túnel que se estructura debajo de la torre. En el área de consultorios -idénticos a los de una clínica occidental - se hace un diagnóstico que permite generar una mezcla de herbolaria, que va desde paliativos hasta tratamientos. Se tratan por igual enfermedades físicas y del alma, incurables y curables, con todos los medios disponibles: con los productos preparados especialmente para cada paciente, con las limpias de curandería nahua, con la oración católica y con el castillo mismo.
La visita a la capilla, situada a un lado de los consultorios, termina por ser el elemento estructurador más importante del recorrido. No solo por ser un templo católico real donde se celebra la liturgia apostólica y romana, sino también porque, por su ubicación precisa en el “arriba”, se convierte en el espacio para el rito sagrado introspectivo al que se llega recorriendo el conjunto por los andadores exteriores que articulan todo el espacio.
La capilla, como espacio arquitectónico, es sencilla en el interior, y en su exterior se manifiesta con formas geométricas, las cúpulas y una torre, también con elementos geométricos de variados colores y formas. El espacio de la capilla se articula al conjunto a través de una plaza con un gran macetero y un pequeño obelisco en el centro rodeado de árboles. Este macetero se usa para que la gente se pueda resguardar del sol parándose alrededor de él, práctica muy común en los espacios abiertos indígenas.
El espacio interior de la capilla funciona como un espacio unitario de una sola nave, en el que se distinguen tres áreas: el presbiterio, el área para los feligreses y el campanario integrado al interior del templo. Una sola cubierta de concreto con un entramado de trabes a manera de arcos cubre todo el espacio. Esta cubierta es sostenida por una serie de columnas cuadradas que dan la sensación de dividir el espacio como si fueran tres naves, lo que se enfatiza con tres puertas de acceso. La luz entra por unas ventanas laterales de tamaño pequeño en relación con el tamaño del templo.
La austeridad domina el interior del templo, solo hay algunas pocas imágenes, sin retablos laterales. Resalta solamente el retablo principal de madera, que se localiza dentro del área del presbiterio. Este espacio está levantado en una plataforma que se escalona sobre piso aproximadamente sesenta centímetros de altura. En los muros laterales se observan cuatro grandes murales con pinturas de pasajes bíblicos del Evangelio, en la cuales Jesús sana a los enfermos.
Además, como elementos alegóricos alusivos al culto católico adoptado por el mundo indígena, cabe resaltar la presencia significativa de algunas esculturas en su interior: san Juan Diego, el primer santo indígena, reconocido por la Iglesia en 2002, quien fue canonizado por haber presenciado la aparición en el cerro del Tepeyac de Guadalupe en 1531, símbolo por antonomasia de un sincretismo religioso resultado de cuatro siglos de discusiones entre iglesia, creyentes y no creyentes (Portilla, 2000), y san Martín de Porres, santo mulato peruano y practicante de la herbolaria en su juventud (Mariategui, 1995).
Al final se observa el espacio abierto o plaza de la capilla del Señor de la Salud. Como ya señalamos, aunque es austero formalmente, es muy colorido. Se utilizan elementos como cúpulas y el campanario, que están en el lenguaje de muchos templos católicos de siglos anteriores. Pilastras y nervaduras refieren a sistemas constructivos antiguos, pero en este caso son decorativos.
Al lado del templo se construyó un nacimiento alusivo al cerro del Tepeyac, que hemos llamado “cerrito”, donde fue la aparición de la virgen de Guadalupe a Juan Diego. Interpretamos que fue inspirado en las visitas que Beto Ramón hizo a la basílica y el cerro del Tepeyac en la ciudad de México. Esta sería la alegoría más significativa de unión entre lo indígena y lo religioso que permea toda la cultura de México desde el siglo XVI hasta nuestros días. Como podemos observar, el contenido religioso de símbolos que debería estar en el espacio de la capilla se va esparciendo por los diversos espacios del conjunto.
En sí misma, la capilla del Señor de la Salud es un templo católico que proporciona vida espiritual. Se celebra misa conforme a la liturgia secular como en cualquier otro templo; se llevan a cabo bodas y otros eventos; se celebra la fiesta patronal del Señor de la Salud el día 27 de febrero, y también fiestas que se realizan particularmente en la zona huasteca de México, como el Xantolo, el día 2 de noviembre. Un templo de uso regular y cotidiano que convive con su función curativa y con edificaciones de materiales y técnicas constructivas más cercanas a lo que podría considerarse lo tradicional, como la “Choza del Curandero”, donde el visitante al centro de salud puede “barrerse” o ser limpiado de las malas energías con un ramo de plantas.
En la construcción de los espacios se mezcla la naturaleza, pues plantas y árboles de distintas clases forman parte importante del conjunto. Así, en los corredores y algunos espacios esto permite regular la temperatura y dar frescura al usuario, mediante descansos sombreados, como, por ejemplo, en el vestíbulo o espacio abierto inmediato a la entrada, donde se puede permanecer en forma muy agradable a pesar de las inclemencias del caluroso ambiente. Hay participación muy marcada de la naturaleza, lo que le otorga una particularidad a la capilla por sobre otras; por ejemplo, templos o capillas urbanas cercanas, como algunas de Ciudad Valles, a dos horas de distancia en carretera desde Axtla.
Fuente: Fotografías de archivo personal de los autores.
Fuente: Archivo personal.
Volvamos a la discusión de los hallazgos. En primer lugar, quisiéramos subrayar que la arquitectura propia del castillo funciona como un artefacto que permite, mediante su configuración espacial o programa arquitectónico, la aplicación de técnicas de sanación del mundo nahua a sus pacientes, vinculándolas con el mundo católico y con la medicina moderna, y dándoles soporte.
Tanto las limpias como el peregrinar, que son las dos formas médicas nahuas que se destacan en la distribución de la finca, son métodos de sanación propios del espacio abierto y público, en contraste con la espiritualidad católica, más bien de introspección. Como se ha señalado, el conjunto arquitectónico cuenta con un espacio de bajareque para hacer las limpias a los visitantes, lo que la hace una técnica de uso explícito. Sin embargo, la acción de peregrinar está implícita en la configuración del conjunto, y a los pacientes no se les aclara que la están llevando a cabo. Por eso es importante recordar que, en su distribución arquitectónica, el castillo tiene un recorrido de abajo hacia arriba, donde el visitante debe cruzar varios umbrales, como si estos antecedieran estaciones o santuarios.
Vale comentar que el peregrinar es una acción muy importante en el contexto del caso estudiado. La peregrinación a las cuevas de Xomokonko en Axtla de Terrazas, es una técnica sanadora común para los habitantes nahuas y tenek de la región. Las peregrinaciones hacia dichas cuevas se hacen muchas veces durante todo el año. En sí mismo, el peregrinar es un acto reconstituyente para quienes participan en el ritual (Mayorga, 2015, p. 29). Además, en las cuevas de Xomokonko habitan entidades que controlan el clima y brindan favores a los indígenas de la región a través de la intercesión de los curanderos, como bendiciones, sanaciones o prosperidad. Finalmente, las zonas aledañas a las cuevas son zonas de recolección de plantas medicinales y otros insumos para los curanderos (p. 120).
Vale resaltar que la población visitante del castillo es mayormente mestiza, urbana y externa a la comunidad y la región. Para ellos, el peregrinar nahua no está permitido. El castillo permite a los visitantes tener la posibilidad de peregrinar para sanar, experimentando la técnica nahua de forma vicaria.
Por otro lado, la parte introspectiva propia del mundo católico opera mediante una capilla dentro de la finca. La capilla está completamente alineada al clero; por lo tanto, convive sin problemas con la forma de salud indígena. Tanto la capilla como los consultorios médicos (la sanación occidental), erigidos muy a la manera de las clínicas modernas, legitiman -junto con el mausoleo y el “cerrito”- apareciendo como cuevas en una montaña, la peregrinación vicaria que pauta la espacialidad del castillo.
En cierta medida, este diseño de distribución es una reproducción, pues mantiene muchas similitudes con el programa arquitectónico de varios espacios religiosos mexicanos, como la Basílica de Guadalupe. Lo que a primera vista pareciera ser un diseño espontáneo, por sus formas bastante particulares y su colorido único, su distribución puede ser identificada en una gran cantidad de sitios indígenas o de sincretismo religioso, empezando por los sitios sagrados de la misma comunidad de Ahuacatitla. Incluso en sitios con una topología plana, como en las iglesias de la ciudad novohispana de San Luis Potosí, existe un culto exterior y uno interior unidos por acciones procesionales. La diferencia radica en que el castillo está más cercano a lo indígena, lo que le ha permitido borrar los límites impuestos paulatinamente en la modernidad entre espiritualidad y salud.
En conclusión, el castillo no es un diseño espontáneo: en su “figurarse un espacio” viene esta idea de viajar hacia un sitio sagrado para sanar. Es un diseño que data de tiempos inmemoriales y que fue adaptado desde la Conquista al catolicismo, mediante el uso del templo cristiano como cueva sagrada, que en el caso del conjunto aquí analizado es la capilla, pero también lo son el mausoleo de Beto Ramón, las clínicas, el cerrito y la choza para las limpias.
El peregrinar que se da discursivamente en el programa arquitectónico del castillo se reproduce a manera de metonimia en el cerrito del Tepeyac o nacimiento, que cuenta con su inframundo y su parte elevada. Lo que pudiera ser para un mestizo solamente un jardín decorativo de la capilla, en realidad es un espacio mágico que reproduce la idea de todo el conjunto arquitectónico. El cerrito también cura a sus visitantes si estos caminan a través del umbral del inframundo para llegar y sentarse en su parte superior -el espacio de la virgen de Guadalupe y del nacimiento de Jesús que se monta en diciembre. Definitivamente, el cerrito no es un espacio de menor importancia en el conjunto, como pudimos corroborar mediante varios testimonios de locales de dentro y fuera de la comunidad.
La metonimia es una figura constante en las ontologías indias de México; se utiliza para reflejar el todo en las partes de forma poético-narrativa:
El joven Tepoztécatl «tiene un espejo donde todo se mira; porque todo se refleja en su espejo de él y con él conoce el mundo. En su espejo, aunque cambien las cosas de tamaño, todo se mira que es parecido: el maíz tiene sus cabellos como la cola del perro y las trenzas del chinelo; los fuegos artificiales asemejan las estrellas, y el atardecer es como el ámbar». Por eso el pochote [artesanía de casas miniatura] da su espina que imita a las montañas; montañas que imitan a la corteza del árbol donde los artesanos tallan iglesias y casitas sobre pequeños paisajes que imitan a las montañas (Martín, 2004, p. 136).
Los materiales y procesos utilizados para la construcción y la decoración del castillo “liberaron” su forma, pero su distribución es propia de los espacios de salud nahuas, que también son los espacios de los dioses.
Para cerrar la primera parte del análisis, nos permitimos comparar el caso con otros espacios similares, pero con un diseño diferente: nos referimos a los hospitales mixtos (Duarte et al., 2004). Como se sabe, estos centros operan justamente bajo la misma lógica del castillo, pues combinan medicina occidental y medicina tradicional, pero difieren en el diseño del espacio. En el caso de los hospitales mixtos, el diseño reproduce al dedillo los espacios de clínica occidental moderna para las áreas rurales. Estos suelen ser espacios meramente racionales, funcionalistas.
Pasando a la segunda parte del análisis, nos centraremos en la importancia de los actores sociales en la realización de arquitectura popular. Aunque toda obra arquitectónica es resultado del acontecer de la vida, y por lo tanto los usuarios de la obra también son sus productores, la existencia de actores clave es crucial, principalmente en espacios sociales de conflicto, o de tipo transcultural. Aunque Beto Ramón, el autor principal del castillo, reproduce diseños de su bagaje cultural nahua y católico, como antes indicamos, no solamente copia, también el modelo que utiliza para el castillo, el del peregrinaje indígena, le sirve a él mismo para empoderarse y legitimarse como “principal” o cacique local. De manera que produjo una novedad que no solamente es notoria en el manejo de nuevos materiales, sino también en las cualidades discursivas de la obra. A Beto Ramón se suman otros actores importantes para la concreción de la obra, como los sacerdotes que trabajaron en la zona en tiempos de Beto Ramón, políticos mestizos locales y, más recientemente, su hijos y esposa.
Quisiéramos llevar el análisis de la obra al tercer y último punto, sobre la noción de arquitectura popular como un tipo de arquitectura inherente a la globalización iniciada con el fenómeno de urbanización. Los cambios en el modo de vida y el crecimiento de los centros urbanos supusieron que muchas ontologías no occidentales tuvieran que adaptarse rápidamente a este fenómeno. Entonces, la arquitectura popular es resultado de tensiones de la producción dialéctica del espacio, donde los actores intentan usar sus capitales para adaptarse al nuevo medio.
El caso de “El Castillo de la Salud” muestra claramente este proceso. Beto Ramón utiliza su bagaje de curandero para funcionar como intermediario cultural con la iglesia católica, la medicina occidental, el Estado, la economía monetaria, la educación moderna y la comunidad de Ahuacatitla, heterogénea también en sí misma, puesto que el asentamiento cuenta con habitantes mestizos y nahuas. El castillo funciona como un discurso que, al tiempo que empoderó a Beto Ramón como líder del ejido, permitió a las formas no nahuas de economía, gobierno, vivienda, educación y religión integrarse orgánicamente a la comunidad. Incluso después de su muerte, el castillo ha tomado un lugar importante en el turismo de la huasteca potosina, al ofertar simultáneamente turismo religioso y recreativo. La obra sigue siendo y seguirá siendo resignificada.
Consideramos que el análisis dialéctico de la arquitectura popular que hemos propuesto también puede aplicarse, al menos, a otros tipos de arquitectura religiosa, asentamientos informales, al arte urbano y a la producción de artesanías. Esto es posible porque se centra en el conflicto intercultural, en sus choques y acoplamientos, y ve los espacios, los objetos y las imágenes populares como resultado de conflictos por la urbanización.
La arquitectura popular es fuente de conocimiento aplicado a los choques y acoplamientos culturales que han traído consigo la globalización económica y la urbanización. Son respuestas a las disposiciones de las instituciones modernizadoras, desarrollistas y homogeneizadoras del Estado, el mercado y la religiosidad. Por lo tanto, son diseños de actores de carne y hueso que son propios porque parten del uso creativo de los capitales culturales, sociales, políticos y económicos de que disponen. De manera que no son originales (habría que preguntarse si alguna obra lo es), pero sí son de su autoría. Pese a que la autoría de una obra nunca es única, sí existen autores con mayor injerencia en el devenir de las obras. Los materiales, procesos y técnicas modernas permiten libertad para que los autores clave de las obras jueguen con dichos capitales y “hagan espacio” de forma dialéctica, tratando de lidiar con el flujo de poder que corre de arriba hacia abajo en las sociedades y con las resistencias que se dan en estas de abajo hacia arriba.
En consecuencia, la arquitectura popular no es solo una “manifestación”, ni tampoco un simple “testimonio”, sino son acciones territoriales para hacerse un espacio en un mundo que niega esa posibilidad a la diversidad. Por eso son acciones discursivas que por fuerza no respetan un canon o diseño vernáculo al dedillo, sino los adaptan a la nueva realidad que viven sus autores.
Además, la interculturalidad no es exclusiva de la arquitectura popular: también hay arquitectura erudita que cuenta con dicha cualidad. Por mencionar un ejemplo reciente, la arquitectura del burkinés Francis Kéré tiene justamente esa forma de “figurarse espacios”: es un trabajo que se centra en la dialéctica espacial y que se constituye a partir de tomar una postura ante el problema de lo transcultural.
“El Castillo de la Salud” de Axtla de Terrazas es un excelente ejemplo de la utilización de la arquitectura como discurso y cómo acción territorial, como legitimación política y epistémica. La diferencia con la arquitectura erudita es que esos discursos y acciones territoriales no tienen entrenamiento académico. El arquitecto académico sabe (o debería saber) que la arquitectura es más que simplemente la funcionalidad (física, política y económica) inmediata. La arquitectura erudita, a diferencia de la popular, debería tener mayor capacidad de pensamiento prospectivo para identificar posibles consecuencias deseadas y no deseadas de su obra.
En conclusión, la modernidad indígena que se lee en “El Castillo de la Salud” puede considerarse “de caja negra”; es decir, fue concebida por un autor que desconocía métodos de conceptualización y prospección, pero de ninguna manera puede entenderse como un producto espontáneo e inconsciente o subliminal.
Para cerrar este trabajo, podemos asegurar que la modernidad indígena está en la producción de espacio tanto erudito como popular, y debe entenderse como un proceso dialéctico y conflictivo: como una pugna por la redefinición de la vida cotidiana y de sus sentidos culturales.
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[1] . Según Bourdieu, las personas cuentan con una especie de herramientas que acumularon durante su vida para dar solución a conflictos en los que se ven inmersos. A estos los llama capital específico (2001), y son de tres tipos: generales, social, cultural y económico.
[2] . Según Turner (1980), los dramas sociales son conflictos que se dan dentro de grupos humanos por la definición de las relaciones de poder. La resolución de estos dramas genera cambios culturales.
[3] . La localidad está a 100 metros de altitud; en su población hay 300 hombres y 331 mujeres. El 96% de la población es indígena. En Ahuacatitla hay 158 viviendas. De ellas, el 95.62% cuenta con electricidad, el 49.64% tiene agua entubada, el 97.08% tiene excusado o sanitario, el 83.21% radio, el 82.48% televisión, el 76.64% refrigerador, el 26.28% lavadora, el 17.52% automóvil, el 8.03% una computadora personal, el 1.46% teléfono fijo, el 62.77% teléfono celular, y el 1.46% Internet (Pueblos América, 2018).